10.2.07

romance gitano

El vino corre como la sangre en una sangrienta y sanguinaria sangría, mientras Isabel baila sobre la tarima, entregada bacanalmente a la música del rasguido de la guitarra. Los sonidos bohemios y la voz profunda, el canto triste del gitano expulsado y entregado, cabeza gacha, a las guillotinas de los que no entienden del honor, de la familia y de la santa costumbre. Las paredes de la taberna teñidas de rojo, un carmesí alumbrado, como un hogar encendido y fulgurante, y los payos ebrios cantando alegremente, con los ojos pintados de borrosas imágenes oníricas.

Isabel, bajo su vestido negro y su larga chalina colorada, mueve sus piernas y patea el suelo de madera fuertemente al son del ritmo Romaní. Hipnotiza a sus espectadores con sus movimientos femeninos y misteriosos, como la marea de Andalucía, como las fases de la Luna, y en cada éxtasis de notas, salpica alegremente de su belleza a los incautos que observan boquiabiertos.

El sonido de las castañuelas de Isabel, infranqueable y continuo, penetra profundamente en cada oído presente, sacude las ideas y las retuerce; atonta y entumece, anuncia y prevalece en la memoria como el galope constante del corcel que se acerca y luego se escapa. Isabel baila y las hace sonar, y la combinación resulta suficiente para que las miradas y los corazones se concentren en su sinuoso andar.

La danza está en la sangre de Isabel, y el éxtasis que es para ella danzar se refleja fuertemente en su cara, cubierta de los rasgos marcados y fuertes del gitano, al expresar la sonrisa placentera, casi orgásmica, de la felicidad que le da. Con o sin público, Isabel es única, y su paso es abrasador. Las guitarras compiten entre ellas, con sus cantos más tristes y melancólicos, para saber quién es merecedor de acompañarla.

Los cabellos negros de Isabel reflejan la oscuridad de la noche y la de los corazones, la del rencor bohemio y la de sus persecutores. Al aire, bailan con ella y la cortejan, como una pareja turbia y fantasmal. Isabel agita su cabeza circularmente, ofreciendo cada uno de ellos a la madrugada y disfrutando del canto catártico de penas y sufrimientos y negaciones.

Los ojos miel de Isabel observan, y lo hacen con determinación, mientras su danza toma vuelo. Se clavan punzantemente en los del joven de la mesa del frente, quien se encuentra bajo el hechizo de la guitarra y de las caderas cubiertas de volados de Isabel. Ella ahora baila sólo para él, para su regocijo y para su atención. Navega la gitana en los pensamientos del muchacho y apacigua sus aguas con sus movimientos duros y pasionales.


La mano de Isabel ofrece, sin temor alguno, continuando el ritmo de la música, un vaso repleto de vino al Romaní que ha cautivado. Las telas del vestido de Isabel se rozan y elevan en el viento que entra por la ventana de la taberna, mientras las risas alcoholizadas rodean la escena musical de la tarima. El joven acepta, atontado, y apoya sus labios sobre el vidrio y sorbe con ellos suavemente, mientras la imagen de Isabel bailando y tocando las castañuelas entra por sus cristalinos ojos de bohemio.

Isabel ingresa frenéticamente al movimiento agresivo y final de la canción. El chasquido del ritmo de las manos de Isabel se acelera y lo mismo hacen sus piernas. El cenit de la música coincide con la caída estrepitosa del joven envenenado sobre la mesa, y la sonrisa musical de Isabel se transforma en honor, familia y santa costumbre.


La venganza gitana de Isabel por un hermano asesinado, es como su danza: está en su sangre, y el éxtasis que es para ella se refleja fuertemente en su cara, cubierta de los rasgos marcados y fuertes del bohemio.