13.3.08

Elefantes (IV)

La noche anterior había sido calamitosa, si no apocalíptica. Por varias circunstancias, como garras que tensaron la situación, se cortó el hilo del cual pendía la espada de Damocles sobre todos nosotros. Muchos comparan este tipo de acontecimientos con regueros de pólvora que estallan con pequeños chispazos, pero el combustible que ardió esa noche fue el alcohol.
Sí, el alcohol bebido por adolescentes ansiosos de olvidar las reglas que los ataban a la realidad, mezclado con rencores, temores, amores y calores.
El centro de la ciudad ofrecía muchísimas distracciones para la juventud y otras tantas tentaciones para las voluntades débiles o debilitadas por la melancolía, nostalgia o ira. Son estos sentimientos los que nos llevan a la locura del exceso; y fue el exceso el protagonista de la velada, bien sabe alguno, por alguna de estas tristes emociones o por la conjunción de todas y cada una de ellas.
Las bebidas se sirvieron en abundancia, y las risas proliferaban entre nosotros y el resto de las personas que nos acompañaban. El desarrollo de la diversión tomó forma espiralada, y así, poco a poco, fueron aumentando el nivel hilarante y la pérdida de las inhibiciones. En determinado momento, los amigos fuimos tomando diferentes caminos dentro del establecimiento en el que nos encontrábamos, cada uno disfrutando a su manera de la noche.
Por mi cuenta, me encontraba junto a Pablo, tomando cerveza en la barra, conversando de cosas tan efímeras como los rumores o la vida de las mariposas. Las risas, siempre intercaladas, y los gestos de alegría sobraban.
Podía sentir un fuerte redoble en los oídos, los sonidos graves de la música que sonaba retumbante en todo el local. La vista, ya de por sí borrosa por el alcohol, se continuaba embriagando con las luces que parpadeaban al ritmo de los beats. Nuestras sonrisas parecían desbordar de los rostros.
Si bien me costaba enfocar, pude distinguir una chica que se abría paso, de manera afectada, por entre la gente que bailaba en el salón. Era notable porque su andar, si bien tambaleante, no parecía aquel de las borrachas, sino más bien el de una Ménade furiosa; y su figura se distinguía entre las demás por no seguir los armoniosos movimientos de la masa que danzaba.
Unos minutos más tarde, la muchacha se encontraba frente a frente con nosotros. Tenía el maquillaje corrido, dibujándosele así dos senderos negros desde los ojos hasta las raíces del mentón. Sus párpados estaban hinchados y con la mirada baja. Uno de los breteles de su vestido, un vestido azul completamente arrugado, se encontraba caído y sus puños, apretando el aire con ira desgarrante. En una de las manos llevaba los vestigios de lo que habría sido un hermoso collar: Era Laura.
Pablo abrió la boca pero ningún sonido salió de ella. Tenía los ojos mucho más abiertos del asombro que generaba la imagen que sus labios. Yo me encontraba en un estado similar. ¿Qué le había sucedido?
Laura, con cara sombría, nos corrió y tomó asiento en un taburete de la barra. Pidió un trago fuerte y rompió en llanto. Me apresuré a consolarla y la tomé del hombro suavemente. En un rápido movimiento, se dio vuelta y se aferró con fuerza a mí. Podía sentir su respiración agitada y la humedad de su rostro.
- Laura... Tranquila...
Me costaba pensar. La mezcla del asombro y la ebriedad turbaba mi mente. Esperaba lo peor. Tenía su oreja a la altura de mi boca y le susurré las palabras lentamente, con ánimos renovadores.
- ¿Qué te pasó? ¿Estás bien?
Sólo respondió con otra caravana de sollozos. La tomé con fuerzas de los hombros y la miré a los ojos. Ella evitaba mi mirada y bajaba la vista empañada de lágrimas.
- Laura...
- ¡Fue horrible! Horrible...
La voz se le había esfumado, inundada del agua salada de la tristeza y la desesperación.
- ¿Qué fue horrible? ¿Qué? ¡Qué!
Me comenzaba a impacientar. Imágenes rodaban por mi cabeza y yo me negaba a aceptarlas como reales.
- Julián... él...