26.6.07

¿por qué dejas deliberadamente palabras que sabes voy a encontrar?
¿por qué, sabiendo su filo, permites que lleguen a mis ojos?
queman, se adhieren a la piel y la deshacen;
hacen estallar mis pupilas en mil trozos líquidos.
¿será porque soy suceptible?
¿será porque soy crédulo?
siento, uno a uno, los remaches del puente cayendo,
y te veo estático, observando la lluvia metálica,
únicamente abandonando palabras,
palabras que pueden desplomarme.
¿realmente permitirías que me atraviesen,
que me destrocen, que me penetren?
¿o simplemente apelas a mi sentido común?
la locura me cubrió tiempo ha, y eso lo sabes bien.
¿son tuyas esas balas?
necesito saber de dónde provienen
y así llevarme a algún lugar que me desee.

1.6.07

Ríos en la ciudad

Sequedad, aridez, los vapores del asfalto se arremolinan sobre las cabezas de los transeúntes. Sequedad, aridez, la agobiante sensación húmeda del calor en Buenos Aires. Se resquebrajan las baldosas, las sendas peatonales se funden y desaparece su rectitud, dando paso a dibujos inexplicables sobre el pavimento. Hace mucho tiempo, muchísimo tiempo, caía agua de los cielos. Ahora no. Está todo marchito, todo completamente arruinado por los rayos del sol.

La vida no escapa a los horrores del fuego, el ardor. Es difícil y tedioso respirar con el aire hirviendo alrededor nuestro. Incluso las noches se sufren, transformando nuestro último refugio en una horrorosa olla de presión.

¿Aire acondicionado? ¿Ventilador? ¿Hielo? No, eso ya no sirve. Apenas sale el frescor de alguna parte, su contraparte hace de las suyas y lo evapora. Las gotas que antiguamente derramaban los aires acondicionados en su labor ahora se esfuman en la caída, dejando únicamente un recuerdo en alguna nube.

El sudor es completamente inútil, y ni hablar de las lágrimas. Todo se desvanece cuando sale al exterior y entra en contacto con los terrores del infierno en el que vivimos.

Jamás disfrutamos de la sombra, jamás nos vestimos de negro o de colores oscuros. La manga larga, el pantalón largo, están prohibidos. La gente lleva el pelo lo más corto posible, evita salir al mediodía, aprende a vivir entre la magma incandescente que puede llegar a ser el asfalto en llamas.

Qué tedio, intentar sobrevivir en compañía de las brasas, abrazados a estufas, noviando con parrillas, besando hornos, de la mano de una tostadora. Sentirse, estando completamente desnudos, como si vistiéramos con frazadas y tapados de piel.

Pero un día se cubre el cielo siempre despejado. El gris se camufla con el cemento de los edificios. La temperatura y la presión descienden. El vaho no se siente, la humedad asciende. Una gota cae sobre el hirviente suelo y se evapora. Otra también cae y se desvanece. Y, de repente, el cielo se desploma.

El choque es explosivo. La unión de la incandescencia del asfalto y la frescura de las benditas gotas crean una cortina de vapores que giran y se expanden y se relajan, atravesando todas las calles. Varios faroles estallan, se puede llegar a escuchar el suspiro de alivio de los objetos que sufrían los horrores del sol. La gente sale a sus balcones a disfrutar del frescor, de la vitalidad de la lluvia, la cual otorga todo de sí.

Gotas del tamaño de alfileres, gotas del tamaño de escarbadientes, gotas del tamaño de canicas, del tamaño de monedas, del tamaño de frutillas, del tamaño de celulares, del tamaño de piedras, del tamaño de discos, del tamaño de libros, del tamaño de enciclopedias, del tamaño de portafolios, del tamaño de personas, de autos, de colectivos, de elefantes, de aviones, de transatlánticos, enormes, enormes, enormes, enormes.

Dispersamente cayendo, con más velocidad, aceleradísimas, como harpías contra sus presas. La corriente de las cloacas, secas hasta ese entonces, comienza a crecer. La marea sube, un río aparece en avenida Santa Fe. Una playa en Salguero y un balneario en Honduras y un arroyo por Guise.

Se enfrían las nubes, se precipita el agua, nos empapamos y conocemos lo que es estar mojados nuevamente.
Las calles se llenan de botes, de balsas y góndolas. Remos, aquí; olas y remolinos girando entre las bocas de los subtes. Tranquiliza la caída de la lluvia, pero amenaza la inundación de la ciudad. Subimos la mirada y observamos la tormenta infinita, arremolinándose por sobre los edificios, entre las antenas, bañando nuestro hogar con H2O.

Y me doy cuenta de que no hay medios, que todo en la vida son extremos. No hay grises, nunca los hubo. Sólo es la maldita transición del extremo de un extremo al extremo de otro. Negro y blanco, noche y día. Jamás recuperaré la necia esperanza de un día perfecto, sólo esperaré la llegada de algún extremo que no me moleste tanto.