3.10.08

Erizos (V)

Pasaron los días y yo continuaba internado. Mi madre, Julián, Laura, Carolina, Pablo, mi hermano, mi padre, tíos, tías y primos. Todos me visitaron, y todos trajeron noticias diversas.
Por mi madre me enteré que tanto Julián como Laura habían estado turnándose para quedarse conmigo por las noches, por si me llegaba a despertar. Ambos habían ayudado mucho, trayéndole comida a ella día por medio. Obviamente, también me explicó con mucho detalle cómo ella jamás se había movido de mi lado - excepto para ir al baño, y cómo me leía cosas y me ponía música que me agradara... Supuse que se la había pasado durmiendo la siesta y, cada tanto, poniendo boleros en la radio. Y ella sabía muy bien cómo detesto los boleros.
Julián y Laura se habían reconciliado. Me contaron que tuvieron largas conversaciones mientras me cuidaban, que Julián se disculpó y le explicó su situación, que Laura se sintió aliviada de saberse fuera de peligro. Pude ver, cuando pasaron a visitarme, que Julián parecía rejuvenecido. No supe especificar si era por verse librado de ciertas intrigas o por el golpe que le había dado. Laura, por su parte, había vuelto a ser esa alegre y arrogante joven que tanto conocía.
La noticia que más me sorprendió, sin embargo, me la trajo Pablo. Él y yo estudiábamos juntos en la facultad y, ese verano, a la vuelta del viaje, íbamos a rendir un gran examen final. Según me contó, los profesores de la materia, enterados de lo que me había sucedido, habían decidido postergar la fecha indefinidamente hasta que me encontrase bien. Una decisión increíble, realmente, viniendo de parte de los despiadados catedráticos de Arquitectura. Pablo no paraba de sonreír al contarme estas cosas.
La monotonía de la rutina de enfermo me estaba matando poco a poco. Y para aumentar mi infortunio, aconteció la llegada de Hilda a mi vida.
Nuestro primer encuentro no fue para nada grato. Horas después de mi primera extracción de sangre (en estado de conciencia, pues supongo me habrán sacado sangre más de una vez estando yo dormido), entró violentamente a mi habitación una robusta y aguerrida enfermera clamando a los cielos:
- ¡Mal, mal, mal! ¡Todo mal!
Mi sorpresa, por entonces, era inigualable: estando relajado en mi cama, la aparición de semejante marimacho no hizo más que sobresaltarme y obligarme a erguirme inmediatamente.
- ¡Usted no hizo caso! ¡Le dijimos "ayuno total" y usted no hizo caso!
Estaba absorto escuchando a la mujer. Su voz era tanto o más grave que la mía. El pelo platinado y bien bien cortito la convertían, junto a sus facciones y maneras brutas, en un individuo mucho más masculino que cualquier médico del hospital. Inclusive, se asemejaba más a un hombre travestido que a otra cosa.
- ¿Me está escuchando?
- ¿Eh? ¿Qué? ¡No! ¡No comí nada! ¡Me estuve muriendo de hambre toda la noche!
- No mienta, ¿quiere? Ahora, coma rápido y después nada más hasta mañana, que le vamos a hacer el examen de nuevo. Increíble...
- ¡Pero, tiene que haber un error! ¡Yo no comí nada!
La inmensa enfermera se dio vuelta y me miró con desprecio. Su cara estaba mal cubierta de muchas tonalidades de maquillaje. Me dijo entre dientes:
- Mire... Encima que nos preocupamos por usted, no hace caso y hace lo que se le da la gana. ¿Quiere que hagamos lo que se nos da la gana? ¡Si quiero, lo pincho, eh!
- ¡Bueno, bueno, tranquila!
La mujer bufó y se fue maldiciendo. En el aire quedó flotando una tensión casi palpable. La detesté profundamente; a ella, como monstruo de la creación, y a su impertinente y resentida manera de tratarme.
Al día siguiente, me enteré que habían etiquetado mal las muestras de sangre y que la mía estaba correcta. Todo había sido un malentendido. Incluso, me informaron que muy pronto me iría de ahí. Claro está, todo esto lo supe de boca de otra enfermera, pues Hilda jamás se acercó a mi habitación a disculparse. Al contrario, su actitud siguió siendo siempre la misma, la de un simio amaestrado.
- Levante el brazo...
- Orine aquí...
- No tome nada en las próximas horas...
- Estas pastillas. Ahora...
- Cállese la boca...
Su vocabulario monosilábico me tenía harto. Yo obedecía para irme lo antes posible, pero al final de cuentas, sus órdenes secas y brutas terminaron convirtiéndose en otra de las numerosas rutinas del hospital. Llegué a pensar que eventualmente extrañaría ver su cabeza de gorila oxigenado.

27.9.08

Erizos (IV)

Siempre me incomodaron los hospitales: el excesivo blanco, el silencio perpetuo que hace que los pasos retumben, el asqueroso olor a asepsia... La única diferencia con la nada misma es el conjunto de insulsos muebles y las múltiples y macabras imágenes religiosas. Como si los hospitales no fueran lo suficientemente intimidantes.
También se siente un aroma a muerte, a desgracia. La Parca disfruta deambular por estos lares. Hay una sombra permanente en el edificio, más aún en el pabellón de envenenamientos. Creo que hasta la morgue puede llegar a ser más alegre: los muertos no se angustian.
No lograba dormir. Estos pensamientos me mantenían despierto. El hambre que me pateaba el estómago tampoco ayudaba. Decidí, entonces, leer algo hasta que entrara el sueño. El único material disponible era, o bien la revista que había abandonado mi madre en su ataque de euforia, o bien el folleto que me había dejado el médico. Opté por el folleto.
Era una colorida y didáctica publicación del Ministerio de Salud Pública que trataba, obviamente, la temática de los venenos. En mi opinión, un tratado bastante bien organizado y diagramado. La lista de venenos iba desde metales y productos tóxicos a derivados de plantas y picaduras de insectos y otras criaturas. Las muertes provocadas por estos venenos no eran menos ilustres, pasando de meras asfixias y parálisis a un brutal colapso de las células del cuerpo. Me resultó un tanto alarmante, sin embargo, cierta frase que anunciaba:

"TODOS ESTAMOS EXPUESTOS AL ENVENENAMIENTO"

Encontré, entre toda esa información, un pequeño apartado sobre los erizos. Como el caso me atañía, no dudé en leerlo:

"Las toxinas encontradas en el veneno de los erizos son de una naturaleza particular: cada especimen fabrica una distinta, siendo todas ellas igual de letales. Incluso, se ha logrado hacer un símil entre las toxinas y los erizos así como nuestras huellas digitales: jamás se encuentran dos iguales en estructura, a menos que provengan del mismo individuo.
El efecto de este veneno es inmediato, provocando pérdida del conocimiento y parálisis del sistema nervioso central. La exposición prolongada a las toxinas también provoca destrucción de células óseas y hepáticas y gran cantidad de glóbulos blancos.
Se recomienda capturar al especimen una vez que ha envenenado a alguien debido a que la producción del antídoto proviene del erizo mismo. Éste fabrica, según el descubrimiento del Dr. Hammond en 1922, una toxina exactamente contraria en el momento del apareamiento para evitar envenenar a su pareja durane el acto amatorio.
Si usted ha presenciado un caso de picadura por erizo, lo primero que debe hacer es sostener al afectado para evitar..."

Dejé la lectura porque comenzaba a enumerar una eterna lista de recomendaciones sobre cómo actuar ante la picadura del erizo o cómo prevenirlas, lo cual era bastante inútil dada mi condición.
Tiré el folleto lejos. Me destapé las piernas y acerqué el pie izquierdo a mi cara para verme la planta. Ahí estaban, todas paralelas y ordenadas, las cicatrices de la picadura: una veintena de puntos morados bien gruesos. Algunos aún dolían. Me impresioné con sólo imaginar las filosas púas clavadas en mi pie. Un escalofrío me recorrió toda la espalda, haciéndome temblar levemente.
- ¡Bicho de mierda!
Me dirigía al frasco, donde el erizo parecía dormir, con sus agujar escondidas, flotando en el agua. Me invadieron unas horrorosas ganas de agarrar el tarro y tirarlo por la ventana, con bicho y todo, para poder descansar tranquilo. Incluso me incliné sobre la mesa para hacerlo, pero mi densa conciencia me recordó que necesitaba tener a la endemoniada criatura a salvo.
- Qué suerte que tenés...
En el agua del frasco, unas burbujas emergieron tímidamente. En realidad no parecía un ser tan despiadado, viéndolo así, inofensivo e inmutable a lo que sucedía fuera del vidrio.
Me di vuelta para ver por la ventana: una negrura completa. El patio del hospital era un lugar excesivamente tranquilo. De tanto en tanto veía una bocanada de humo, probablemente de alguna enfermera estresada que fumaba durante su descanso, o de algún familiar que se había quedado acompañando a algún desgraciado. La noche parecía traer al edificio cierta calma de ultratumba, cierta muerte aparente que, como un placebo, hacía olvidar a los enfermos sus dolencias. De los pasillos no surgían los comunes andares de emergencia, no se oía quejido alguno.
En este silencio, me puse a pensar en Julián, en cómo, en un desacato de furia, lo había apaleado. Pensé en cómo, horas después, se acercó a agradecerme, en cómo sus labios se posaron sobre los míos. Pensé en cómo no sentí repugnancia, sino una profunda angustia por no saber corresponder al sentimiento. Sin embargo, me sentía bien. Algo en mi interior me decía que esto era lo correcto, que todo lo que había hecho esa noche, ese verano, había sido lo correcto.
Giré en mi cama y apagué la luz. Me quedé observando unos minutos al erizo flotando en su frasco. La luz de la Luna, surgida tras una nube, se reflejó en el vidrio. Cerré los ojos y pensé:
- Quizás hasta esto haya sido lo correcto...

18.9.08

Erizos (III)

Desperté sobresaltado en una habitación blanca y estéril. El Sol se filtraba a través de una ventana, traspasando unas cortinas de textura sedosa. Se olía en el aire un aroma particular, como el de la lavandina, o el del alcohol, o quizás el de ambos. La luz de la tarde lo rodeaba todo, bañando y calentando las sábanas albas y acartonadas de mi cama. Sin embargo, yo tenía frío.
Sentía las piernas duras y doloridas, y casi no tenía sensibilidad en los dedos de los pies. Me moví con dificultad. Sentí un suave tirón en mi brazo y descubrí un catéter que me estaba administrando suero. La bolsita estaba exhalando, agotada, lo último de su contenido.
Frente a la cama, colgado de la pared, había un retrato de la Virgencita que dominaba la habitación. Era, aparte de un insulso jarrón con margaritas, el único decorado visible. Vale aclarar que dicho cuadrito era de un gusto terrible, digno de cualquier cementerio. La mirada perdida de la Virgencita, con un gesto de aparente agonía, sosteniendo el rechoncho cuerpo del Santo Crío, no hacía más que perturbarme.
Preferí girar la cabeza. Si poco entendía ya, menos llegué a entender cuando vi en una esquina a mi madre sentada, con la cabeza gacha, roncando como nunca en su vida. En la mano, casi a punto de soltarse, tenía una revista bastante vieja, típica de consultorio médico.
- ¡Ah! ¡Bien!
Escuché la exclamación jovial de una voz grave que venía desde la puerta. Ahí, parado, había aparecido un doctor de blanco guardapolvo, con un estetoscopio colgado del cuello. El cliché no se terminaba ahí, sino que también traía en la mano una planilla con resultados. Se podía observar la voluptuosa barriga que ostentaba, obedeciendo a la máxima hipocrática "Has lo que yo digo, pero no lo que yo hago".
Con la irrupción del médico en el cuarto, mi madre se despertó y pegó un grito de alegría. Giré mi mirada hacia ella y vi, con espanto, que se avalanzaba hacia mi cama. En menos de un segundo, sentí sus uñas esculpidas clavándose en mi nuca.
- ¡Ay, mi nene! ¡Mi vida, por Dios! ¡No puedo creerlo! ¡Ay, mi nene, mi nenito!
Me tomó la cara con ambas manos y me miró a los ojos. Sollozó y me empezó a mojar con sus lágrimas. Lloraba agitadísima, como si se fuera a morir. Mi estupor se convirtió en fastidio, pero todavía no tenía fuerzas suficientes como para alejarla.
- Bueno, señora, comprendo su alegría, pero el muchacho tiene que descansar. Le solicito que se retire así lo puedo examinar. Más tarde puede volver. No, mejor vuelva mañana, ¿sí?
La voz del doctor me salvó de tener que soportar la exagerada bienvenida de mi madre. Ella, por lo pronto, me besó toda la cara y buscó su cartera, que estaba junto a la silla de la esquina. Tomó mi mano y se despidió:
- Chau, chau, mi vida. Mañana vuelvo. El doctor acá te va a curar y vas a estar mejor y vas a venir a casa y te voy a cocinar rico. Ya vas a ver. No te voy a dejar solo, no, no. ¡Mañana vengo! ¡No te preocupes! Beso, mua, mua, te quiero.
La parafernalia fue pronunciada a medida que se iba yendo por la puerta. Me sorprendí de que no hubiera continuado su despedida desde el pasillo. Yo me limité a sonreir levemente y asentir con la cabeza.
- Gracias...
Mi voz sonó monstruosamente áspera. Sentí cómo las cuerdas vocales, secas como hebras de mimbre, vibraron dolorosamente en mi garganta. Tenía la boca seca, la lengua entumecida y la saliva apelmazada.
El médico me alcanzó un vaso de agua. Lo bebí como si mi vida dependiera de ello. La sensación de encierro que había en mi boca se fue limpiando poco a poco. Sin embargo, nunca antes había deseado tener un cepillo de dientes como en ese momento.
- ¿Qué me pasó?
Señaló, con su robusta mano, un frasco que estaba apoyado en mi mesita de luz. Tenía una tapa metálica con agujeros, y en su interior había una esfera gris que se dilataba y contraía mientras flotaba en agua.
- Tuviste la mala suerte de pisarlo descalzo. Como resultado, estuviste inconciente durante dos semanas.
- Pero, ¿qué es eso?
El doctor se acercó al frasco y abrió la tapa. En el instante en el que tocó el vidrio, la esfera se contrajo velozmente y se cubrió de un millar de filosas espinas violetas. Cada una de ellas, con tonos tornasolados, tendría medio centímetro de grosor. Tragué saliva: ¿me había clavado eso en el pie?
El especialista tomó un polvillo amarillento de su bolsillo, parecido al aserrín, y lo arrojó al interior del frasco. La criatura pareció regocijarse y escondió algunas de sus letales púas.
- Esto... es un erizo. Esta clase, en particular, muy venenosa. Produce unas toxinas tan potentes que podría producirle un paro cardíaco a una ballena.
- Pero, ¡¿qué hace acá?!
- Realmente, es una suerte que tengas a este pequeño acá. Si el erizo no se hubiera quedado adherido a tu pie, muy difícilmente lo habríamos encontrado en la playa.
- Discúlpeme, pero no lo entiendo.
- Paso a explicarte... Los erizos tienen la particularidad de producir, cada uno de ellos, una toxina completamente diferente. Si este erizo se hubiera perdido en la costa, no habríamos podido conseguir el antídoto necesario...
- Entonces...
- Habrías muerto. Así que agradezcamos que lo tenemos acá.
El médico volvió a meter su mano en el bolsillo de su bata y nuevamente arrojó un puñado del polvo sobre el erizo. La esfera de púas se agitó felizmente en el agua, comprimiéndose tanto como una canica y luego, con violencia, expandiéndose al tamaño de un puño.
- Todavía hay un poco de veneno en tu torrente sanguíneo, así que estamos estimulando al animal con una mezcla de feromonas para que produzca más contraveneno.
Hubo un silencio rotundo. Me quedé mirando el frasco un tanto absorto.
- Deberías descansar. Espero no haberte abrumado con tanta charla. Es posible que todavía tengas cierto malestar. Te voy a dejar este folletito para que estés al tanto de lo que podés llegar a sentir. Cualquier inconveniente que tengas, podés llamar a la enfermera apretando este botón de acá. Ah, y es preferible que no comas nada: mañana temprano van a venir a sacarte sangre para análisis, así que sólo te permito agua. ¡Buenas noches!
El doctor salió velozmente de la habitación. Por la ventana ya no entraba luz y en el cielo ya se podía ver la Luna. Encendí el deprimente tubo fluorescente que había en la cabecera de mi cama. En el frasco de vidrio, el erizo se sacudió, mostrando sus amenazantes púas violetas.

12.8.08

Erizos (II)

En completa oscuridad, los ojos se esfuerzan para lograr ver algo. Extiendo los brazos, las piernas, para ubicarme en el espacio. Allá afuera no hay nada. Negrura pura. La falta completa de luz, de vida. Estoy solo, abandonado entre las tinieblas. Podría, tranquilamente, estar en un infinito inmenso o estar atrapado dentro de una celda minúscula. Lo ignoro.
Y a lo lejos, mis pupilas se contraen y logran ver un ínfimo rastro de luminosidad. En la lejanía, en los confines de esta noche eterna, donde la Luna nueva absorbe cualquier rastro de esperanza, allá en las lejanías del horizonte percibo un punto blanco.
Comienzo a correr desesperado hacia él. Me agito enormemente. La pequeña luz se acerca cada vez más. Me detengo. Pienso. Ya antes había sentido esta sensación, esta vana ilusión de haber encontrado una salida. Ya antes había sentido las puertas del Edén tan cerca de mis manos. Y sin embargo, siempre todo se desvaneció al simple roce de mi tacto. ¿Por qué confiar? ¿Por qué creer que esta vez habría de ser diferente? ¿Realmente estoy frente a frente con la salvación última, con la presencia ulterior de esperanza?
Mis pies comienzan a moverse por su propia cuenta. Ante mis ojos, la pequeña luminiscencia se va haciendo más intensa. Toda mi sangre empieza a revolverse en mis arterias, recorriendo con gran velocidad el cuerpo. Mi corazón late con fuerza, con tanta fuerza que desearía sacármelo del pecho y que funcione por su propia autonomía. Me sudan las manos. Un estremecimiento completo del alma que se agita en mi interior. Siento, después de tanto tiempo, una felicidad completa, una felicidad tan intensa que abrasa con sus llamas cualquier palabra que pudiera describirla.
Me encuentro frente al punto blanco. La oscuridad sigue siendo completa. No veo mi cuerpo, mis manos. Ante mis ojos, en la intangibilidad del eclipse, hay un interruptor. Blanco, concreto, el pequeño rectángulo de plástico se mantiene inquebrantable ante mí, mofándose de ser la única cosa existente en aquel caos. Tal es su veracidad, que me hace dudar de mi propio ser.
Extiendo los dedos y siento su superficie fría, inerte. Con seguridad y ansias, acciono su mecanismo. Cualquier cosa podría suceder, cualquiera. Una gota de sudor recorre velozmente mi rostro. Por un segundo, mientras resuena en aquella negrura el ruido del plástico, esa gota es la única sensación que me hace sentir vivo.
Hay un escenario, de piso tan negro como la oscuridad que lo rodea, y en él hay tres personas, de pie, con un rayo de luz de reflector bañándolos desde las alturas. Una de ellas es Laura, con el rostro cubierto de lágrimas, el semblante deprimido y el orgullo ultrajado. Al otro extremo está Julián, con la cara golpeada y el ojo hinchado. Su remera tiene manchas de sangre, de su sangre. Sufre por dentro; su mirada lo dice. Entre ellos dos me encuentro yo, confundido, perdido. Los miro a ambos. Siento que debo hacer algo, que debo salvarlos, pero, ¿a quién? ¿Quién de ellos necesita salvación? ¿Debo salvar a Laura, mi mejor amiga, que fue atacada por Julián, cuyo ideal de amistad fue tirado a la basura? ¿Debo salvar a Julián, cuyo accionar no fue más que una confusión del alma? ¿Debo salvarlos a los dos? ¿Debo dejarlos hundirse en las tinieblas? ¿Qué debo hacer? ¿Debo salvarme a mí? ¿Realmente necesito ser salvado? ¿Será que no soy tan distinto de ellos? ¿Será que yo también soy meramente humano?
De repente soy Julián, y por ratos soy Laura. Soy yo mismo y soy ellos dos. Soy ellos y yo. Soy él y yo. Soy ella y yo. Y luego, en un instante, ya no soy yo. No soy él. No soy ella. No soy él y yo. No soy yo y ella. Nos soy ellos dos. No soy nosotros tres. No soy nadie. No soy siquiera el escenario, la luz ni el interruptor. No soy la oscuridad. No soy nada, sin el verbo, no soy nada. Y me hundo en la noche. El piso negro se funde y me traga íntegro.
Veo mis manos, mis pies, mi cuerpo. Me veo. Veo mi rostro, mi expresión inmóvil. Me veo. Me veo duplicado. Me veo por tres, por cuatro, por cinco. Me veo por sexta y séptima vez. Me rodeo a mí mismo, cada uno por cada flanco. Me miro; me miran. Todos imitan mis movimientos. Todos obedecemos a la misma voluntad.
Me siento solo y encerrado en una multitud. Mi reflejo se multiplica millones de veces, infinitas veces. Aquel cubo de espejos se va cerrando poco a poco, acercando mi cuerpo cada vez más a mi cuerpo. Todos observan con el rostro serio, todos estiran sus manos. Al segundo, me veo tironeado por todos ellos, por mí mismo. Me dejo llevar y al mismo tiempo lucho. Para salvarme, deberé asesinarme mil veces. Me toman por los tobillos, por los brazos, por las ropas. El forcejeo es eterno. Finalmente, me llevo de aquél lugar.
Frente a los ojos, un campo verde bañado de bruma. La neblina se mueve misteriosa, flotando a ras del suelo. El cielo gris, el aire húmedo. Se huele una tormenta en las proximidades. A mi alrededor hay multitud de estatuas, cuyas siluetas se difuminan en la espesura de la niebla.
Camino entre ellas, tocando de tanto en tanto el frío mármol. Son representaciones de dioses antiguos, caídos ya en el olvido, en la polvorienta memoria de la humanidad. Sus extremidades están resquebrajadas, algunas perdidas, por el paso del tiempo. Sus rostros divinos, perfectos, se encuentran erosionados e irreconocibles. Son dioses sin nombre, sin poder, sin potestad alguna. Quedan bajo sus pies las cenizas de los ritos que tiempo ha habían cesado.
Ángeles, demonios, espíritus; son tantas las esculturas como estrellas tras aquella cubierta nubosa. Son deidades que de tanto en tanto nos visitan en sueños, como recordándonos el pacto de sangre que las mantiene vivas y en letargo en este extenso campo del olvido.
Un eclipse cubre la luz, el cielo se torna negro y detrás de una colina se ve el fulgor de una fogata. El contorno de la colina se enrojece, la neblina se vuelve anaranjada. Una sombra se dibuja sobre ella y surge una silueta que avanza hacia mí. Camina lenta y rápidamente, y sus ojos son dos luces rojas.
Aquella sombra llega ante mí. Es enorme, imponente. Su mirada me atraviesa por completo. Escucho su voz, de mujer y hombre a la vez. "La divinidad no existe. La divinidad es y no es."
El tamaño de la silueta crece, cubriendo todo lo visible. Me envuelven las tinieblas. Los ojos rojos se multiplican en la negrura. Dos se acercan a mi rostro. Sólo puedo verlos a ellos. Una garra negra me toma por el cuello. Otra, me clava una uña en la frente.

1.8.08

Erizos (I)

Ansiedad. Ansiedad es el estado corporal y psicológico de agitamiento, de insomnio, de desesperación atenuada. Las venas se dilatan, robando el oxígeno de los miembros, y la respiración se convierte en una incesante preocupación, como si el infinito aire se fuera a terminar de la Tierra. Los pensamientos van y vienen como en una autopista; la reflexión se transforma en una tortura para el alma. Se siente una corriente eléctrica que recorre las extremidades, haciéndolas mover compulsivamente. En este estado, los tics son recurrentes. Es este estado, los latidos del corazón erosionan el pecho desde dentro.
Obsesión. Obsesión es el estado en el que los pensamientos se atascan en la voluntad. Las mismas palabras recorren una y otra vez los recovecos del inconsciente; las mismas frases atraviesan constantemente los pasillos de la memoria; los mismos párrafos se graban a fuego en las paredes de la mente. El cerebro pierde autonomía y el único pensamiento presente en él, la obsesión, funciona a manera de rueda, impulsando ella sola la maquinaria de los deseos. La psiquis se convierte en una calesita en donde el niño interior intenta, sin éxito, alcanzar la sortija. Carrousel de pasiones, trompo de sentimientos sin dueño.
Paranoia. Paranoia es el estado de la desconfianza generalizada. El mundo se torna enemigo; el humano, en traidor eterno. Los pecados ajenos son mil veces más oscuros y no hay bautismo alguno, confesión alguna, que borre su marca sobre el alma. La humanidad se merece el Infierno, ser devorada por las tres cabezas de Belcebú. La sensación de ser observado no cesa. Se siente una presencia constante en la espalda. La mirada escudriña en todas direcciones: los traidores están en todas partes. La sombra de Judas reflejada en todos los muros. El aliento se contiene para no ser escuchado, los pasos se silencian para no ser descubiertos. El paranóico se mimetiza con el ambiente para pasar desapercibido. El más mínimo descuido puede significar la perdición; el más mínimo descuido determina el ser desgarrado por el prójimo. El hombre es, sin duda, con toda certeza y seguridad, el lobo del hombre.
Fotofobia. Fotofobia es el estado de sensibilidad extrema. La piel se vuelve papel de calcar, una mera cobertura transparente. El Sol, el bendito Sol, es inaguantable. La luz penetra en los ojos como cuchillos, secándolos. El fuego del día se siente en todo el cuerpo, lacerando cada centímetro de carne. Ardor, dolor, sufrimiento a causa del cénit solar. El hombre se convierte nuevamente en ser de la noche, de la penumbra. El ocaso se celebra, la caída de Helios es un acontecimiento divino. Si tan sólo se pudiera, se masacraría al Sol. Las imágenes pierden su contorno ante tanto brillo y los ojos se acostumbran a la oscuridad. Bendito silencio nocturno, la piel se contra al escuchar el nombre del hijo de Apolo.
Euforia. Euforia es la energía vibrante que reanima cada fibra del cuerpo. Los brazos y las piernas se vuelven fuertes y resistentes. Tal es la electricidad que no queda otra solución que saltar, gritar. El alma se apodera de todas y cada una de las hebras que conforman la carne. Se siente la supremacía del hombre por sobre la Naturaleza, por sobre el hombre mismo. Volar ya no es un sueño, volar no es imposible. Soñar es inservible, porque lo onírico se materializa. Atravesar paredes, superar la materia misma. Y risas, alegría, porque todo lo horroroso se convierte en triste recuerdo, en una simple historia hecha para asustar. La sobrecarga de poder hace estallar el autocontrol, y las extremidades no pueden hacer más que moverse; y correr, correr, correr, correr, correr...
Esquizofrenia. Esquizofrenia es el desdoblamiento de la identidad. La persona se divine en su tesis y antítesis, en una contradicción de sí mismo. La difusión del alma en dos partes cuya única relación es el mutuo odio. Una lucha constante por el poder, por el dominio del cuerpo, de la conciencia. Uno será vencido y sepultado; uno será el héroe de la historia y escribira la palabras que narran el pasado. El némesis caerá en las profundidades del subconsciente, infectando lo onírico, acechando en las tinieblas. Sin embargo, el trecho es largo y la batalla cruenta. Ambos son fuertes y se conocen entre sí más que a sí mismos. Son despiadados, inmorales y perversos. Quien obtenga la victoria será monarca de su propia existencia, de su propia voluntad.
Furia. Furia es la explosión violenta de todo sentimiento reprimido. Las venas se hinchan y la sangre hierve. Los músculos se tensan. El individuo ve sus fuerzas quintuplicadas. Cualquier objeto es indeseable; todo lo indeseable se destruye. La presencia de Shiva en el espíritu, la danza de las Erinias en el corazón. El fuego lo consume todo. Las pupilas hiperdilatadas impiden ver con nitidez, el iris se convierte en un delgado anillo rojo. La sed de sangre se hace insoportable. Es imperioso atacar, es necesario destruir. El dolor de mil hierros incandescentes recorren el interior del cuerpo. La ira trepa por la garganta y se hace voz. El grito resuena en la oscuridad de la noche.
Silencio. Silencio es el cese total de la conciencia.

16.7.08

Ley Universal de Gravitación

Siempre intentaron hacerme entender a la gravedad como la fuerza de atracción entre dos objetos; pero yo, obstinado me dicen, sostengo otra explicación, mucho más simple.
A mi parecer, la gravedad es la noción de un lugar propicio para la caída. Es decir, uno cae no por la presencia de una fuerza de atracción, sino porque hay un lugar en el cual es factible la caída.
Propongo, para sostener mi afirmación, un pequeño viaje al espacio exterior. Supongamos, mis amigos, que nos encontramos flotando en la nada. ¿Por qué es que flotamos? No, no es porque no hay gravedad. O sí, porque esa noción de un lugar sobre el cual caer es inexistente.
De a poco nos vamos acercando a un planeta. ¿Qué va ocurriendo? Nos vamos a ver atraídos, cada vez más rápido, hacia su superficie. Esto ocurre porque, al estar lo suficientemente cercanos a él, tenemos la noción de poder caer sobre el mismo.
La lógica de mi teoría es inefable, y se explica fácilmente.
Supongamos, ahora, que nos hubiésemos ubicado DEBAJO de este planeta. ¿Qué hubiera ocurrido? Hubiésemos sido atraídos lo mismo, pero hacia arriba, en dirección al planeta.
Aquí muchos claman "Pero, justamente, subir no es caer", pero aseguro que luego de unos momentos, la sensación de caída sería la misma, a pesar de iniciar la trayectoria de manera ascendente.
Propongo, ahora, imaginar un túnel que atraviese de un extremo a otro, por el mismo diámetro de la misma, a nuestra Tierra. Más que un túnel, el resultado sería un pozo, un pozo sin fondo.
Lancémonos hacia las fauces de esta entrada al centro de nuestro planeta. Caeríamos, indudablemente, pero, ¿hasta dónde?
Es aquí que hago hincapié en la noción de un lugar sobre el cual aterrizar, o gravedad. Por lógica, nuestros cuerpos ccaerían sin fin hasta llegar al núcleo del planeta, donde, por inercia, comenzaríamos a elevarnos por el otro lado del túnel.
Como todo lo que sube ha de bajar, así lo haríamos nosotros cuando el impulso de la caída se acabe y comencemos a caer, pero esta vez, en sentido opuesto al recorrido, es decir, nuevamente hacia el núcleo, hacia el extremo del pozo por el cual habíamos ingresado.
Nuestra nueva caída sería idéntica a la anterior: al pasar el centro, comenzaríamos a elevarnos, y luego volveríamos a descender. Es posible que, al no tener dónde caer, nadie nos vuelva a ver jamás, sólo nos dedicaríamos a subir y bajar, una y otra y otra vez.

12.6.08

Elefantes (VIII)

Nos miramos largo rato sin decir palabra. Luego, me senté a su lado.
- ¿Estuviste acá todo el día?
- Sí.
- ¿No te aburriste?
- Te sorprenderías de lo divertidos que pueden llegar a ser los cangrejos...
Lo miré y sonreí. El también sonrió, pero mirando al horizonte.
- No suele venir mucha gente al faro.
- Pescadores, más que nada. Hablan mucho, ¿sabés? Uno quiere estar solo y no puede.
- Uno puede estar solo rodeado de gente, acordate.
Me miró y sonrió. Yo también sorneí, pero mirando al horizonte.
- La cuestión es que me enteré por ellos que hoy hay eclipse.
- Sí, eso ya lo sabía, lo dijeron en la radio.
- Sí, pero no sabías que justo hoy empieza la época de apareamiento de la estrella de mar.
- ¿Qué? ¿Y eso?
- Que según los pescadores es un espectáculo que se aprecia mejor en total oscuridad.
- Claro, el sexo siempre es un espectáculo.
Sonreímos, nos miramos.
- Igual no entiendo lo de la estrella de mar...
- No, yo tampoco.
- Y...
- Sí, yo qué sé... Los tipos esos estaban entusiasmadísimos. Supongo que será interesante.
- Pero, ¿la estrella de mar no es un bicho un poco agresivo?
- Y, tiernas no son... A un tío mío lo agarró un grupo y casi le devoran la pierna.
- ¿A tu tío, al que por esto no lo eligen para ir a la Luna?
- Sí.
- Claro...
- ¡En serio! Me mostró las cicatrices.
- Ni que fueran pirañas.
- Peores.
Me reí. Él puso cara de culo.
- Bueno, che, es que tu tío... No sé, me parece que exagera bastante.
- Puede ser, pero lo creo. Lo que pasa es que...
- ¡Shh! ¡Callate!
- ¿Qué?
- Que te calles. Escuchá...
Sin duda alguna, algo estaba pasando. Se podía sentir, aparte del viento marino, un rumor similar al de las hojas otoñales. Luego, el rumor se convirtió en un golpeteo duro, como el del taco contra la baldoza, pero más agudo. El golpeteo se multiplicó por dos, por diez, por miles, de manera exponencial, y cada vez se acercaba más y más a nosotros. Del mar pudimos ver cómo un grupo de rocas salía a gran velocidad en dirección a la costa.
- No comprendo...
- No, esas no son estrellas.
De hecho, no lo eran: el ruido de un millar de patas de cangrejo, de filosas y afiladas púas contra la roca, se había convertido en avalancha. Los crustáceos pasaban indiferentemente a nuestro lado, huyendo del mar y encontrando refugio entre las piedras del acantilado que se encontraba detrás de nosotros.
- Wow...
- Te dije que eran divertidos.
- ¡Mirá!
- ¿Qué?
- La Luna...
Una penumbra comenzaba a carcomer el borde de una Luna perfectamente llena y refulgente.
- Parece que empezó el eclipse.
La visión era bastante particular: las dos Lunas, la verdadera y la líquida, siendo devoradas por la noche. De repente se me ocurrió ver todo eso como una sinfonía que comenzaba con aquel ejército de cangrejos como el redoble inicial de los tambores, y con la muerte lunar como un tímido pero imponente solo de violín.
- Qué genial...
- Sí, increíble. Muy pocas veces vi un eclipse.
- Tenés suerte. Por lo general son parciales, pero el de hoy es total.
Cada minuto que pasaba, el oscurecimiento se hacía mayor. Llegó el momento en el que más de la mitad d ela Luna se encontraba oculta y, lejos de la ciudad como estábamos, las cosas comenzaron a transformarse en siluetas. Fue en ese instante en el que Julián se sobresaltó.
- ¿Qué pasó? ¿Te mordió un cangrejo?
- No... Mirá el mar... Hay algo raro.
No era algo raro, sino fascinante: desde las profundidades surgía un brillo leve, amarillento, que no era reflejo de nada sino de su propio ser. Unas burbujas acompañaban el fulgor que, a medida que avanzaba el eclipse, se iba tornando más brillante.
- Son las estrellas de mar.
- ¿Sí?
- Sí. A la noche producen fluorescencias, pero no se ven desde la superficie. Parece que al no haber luz, se puede notar.
- ¿Y eso de dónde lo sabés?
- De chiquito me la pasaba viendo los libros de Biología de mi abuelo.
- Traga.
- Callate.
El resplandor marino fue incrementando. En compañía del violín lunar, parecía el rumor profundo de los contrabajos. Las burbujas que iban surgiendo en la superficie aumentaron en frecuencia y cantidad.
Finalmente, el violín cesó su solo, dejando detrás un halo rojo flotando en la oscuridad del firmamento. Fue entonces que comenzó la más bella canción, teñida de brillos fosforescentes. En la superficie el agua se llenó de movimientos espásmicos, y aquí y allá algunos peces saltaban fuera del mar, como intentando llegar al cielo.
- ¿Qué les pasa a los peces?
- Huyen.
- ¿De las estrellas?
- Sí.
Así era. La fauna marítima se estremeció por completo, intentando escapar de aquel espectáculo.
El fulgor espectral, que ya llegaba a iluminar las piedras de la costa, se tornó violáceo. Los peces saltaron con más furia de su preciada agua. Luego, verde, y un par de ellos llegaron a descansar en las rocas llenas de mejillones.
De este modo, con cada cambio de color, el agitamiento de los seres del mar se hacía más violento.
La Luna había sido digerida por la noche y la aurora se había trasladado al océano. Verde, celeste, amarillo, violeta, y el ciclo policromático comenzaba nuevamente.
- Gracias...
- ¿Gracias?
- Sí...
- ¿Por?
- Por lo que hiciste anoche.
- ¡¿Qué?!
- Sí... Fui un tarado, no entiendo. Les cagué las vacaciones a todos.
- No te des aires de importancia, Narciso.
Lo miré y sonreí. Él también sonrió. Se acercó y me abrazó. Pude sentir que temblaba; no de frío, ni de dolor, sino de felicidad.
El cambio de colores lelgó a tal velocidad que ya no se podían distinguir entre sí. El agua se volvió tornasol y más de cien peces yacían muertos en las piedras.
Sentí cómo Julián me presionaba contra su cuerpo de manera tierna y gentil. Sin duda estaba arrepentido, pero eso lo había podido ver en su cara mientras lo golpeaba la noche anterior.
Los peces llegaban a alturas inconcebibles, como queriendo transformarse en Piscis. El halo rojo en el cielo, las luces espectrales en el agua y los brazos de Julián alrededor mío. Mi corazón empezó a latir con fuerza.
Julián me soltó y me tomó por los hombros. Me miró directo a los ojos. Él estaba llorando quién sabe hacía cuánto. Tenía el iris verde profundo y las pupilas dilatadas por la oscuridad. Sonrió levemente y bajó la mirada.
- Yo...
Levantó los párpados de vuelta. El ojo morado e hinchado le daba un aspecto de somnolencia. Sentí cómo sus manos me apretaban. Acercó lentamente su cara a la mía. Podía oler su aliento, respirar su respiración, absorber el calor que de ella emanaba. Pude ver sus pestañas bajar. Mi voluntad se frenó. Mi cuerpo se frenó. Mi corazón dejó de latir por un segundo. Su boca chocó con mi boca. Y me besó.
Las luces cesaron su metamorfosis y se volvieron blancas. Los peces dejaron de saltar. El brillo fue tan poderoso que hacía parecer que el faro estuviera encendido, que la costa estuviera encendida. Los cangrejos, en sus guaridas, se asomaron a espiar. Un silencio absoluto cubrió la playa.
De repente, el agua se tiñó de sangre, de muerte. Las burbujas estallaban en la superficie, y con ellas se esparcía una estela carmesí. El alboroto del mar lo hacía rugir como en una tempestad.
Luego, oscuridad.
- No...
Me separé de Julián suavemente y lo miré a los ojos. Esquivó mi mirada. No necesité de la luz de la Luna para saber que estaba sonrojado. Tomé sus manos.
- Mirá, yo... No...
Suspiró. Suspiré. Suspiramos. Deposité sus brazos en sus rodillas y lo abracé. Su cuerpo estaba inerte, frío, sin vida.
- Julián, no seas boludo, ¿querés?
Lo volví a sentir respirar. Me abrazó.
Me levanté y comencé a caminar nuevamente hacia la ciudad. Llevaba mis zapatos en la mano y hacía equilibrio para no caerme.
Me di vuelta y vi la silueta de Julián sentado en la roca, abrazando sus piernas, mirando fijo al halo rojo en el cielo.
En ese instante, un dolor punzante atravesó mi pie izquierdo. Fuego, espinas, hierro al rojo vivo quemándome la planta, luego el tobillo, luego la pierna entera y al final por el mismísimo interior de mis venas. Sentía como si mi sangre hubiera sido cambiada por lava. Me mareé, sentí la cabeza pesada, insostenible. Caí, cerré los ojos y no los volví a abrir.

11.6.08

Elefantes (VII)

Tras la huída de Julián de la casa, nos sumimos en una especie de tranquilidad general. Y así habría de haber sido todo el tiempo, porque era el verdadero bienestar de unas vacaciones propiamente dichas.
Nos dedicamos a disfrutar del día, de la playa, del mar y del tiempo libre. Todos parecíamos haber olvidado los nefastos sucesos de la noche anterior, como si nos hubiéramos sumergido en las amnésicas aguas del Leteo. Pero en el fondo yacía latente ese malestar global, porque la Historia deja marcas inborrables en la memoria, y si bien nuestras caras mostraban amplias sonrisas al estar recostados en la arena, sabía que en el interior de nuestras almas se saboreaba la amargura de la hiel.
Cayó la noche. Poco a poco fuimos juntando las cosas y nos volvimos a la casa. Dentro de mis zapatos había kilos de arena. Dentro de la vivienda no había señales de vida. Ninguno hizo comentario alguno, pero todos nos percatamos de la ausencia de Julián.
Laura se fue a duchar y Carolina se sentó en el sillón a completar un librito de crucigramas que se había comprado esa tarde. Pablo se internó en la cocina a preparar la cena. Tanta indiferencia me empezó a molestar.
- Ya vengo. - declaré.
Agarré mi buzo con capucha y salí por la puerta principal. Afuera se podía sentir esa fresca ventisca del caer del Sol en la costa. Me abrigué. Comencé a caminar por aquella calle, mitad pavimentada mitad enarenada, y de a poco me vi dirigido nuevamente hacia la playa.
Cuando llegué a la avenida costera, pude ver el océano mimetizado con el cielo, como una gran masa amorfa de color negro. Lo único que los diferenciaba era el brillo de las estrellas en uno y el movimiento de las olas en otro.
Bajé a la playa. Me saqué los zapatos y empecé a caminar paralelamente al mar. La arena seguía tibia de esa tarde. No había nadie, estaba completamente solo, como esa madrugada. Sólo algunas gaviotas y algunos pelícanos que revoloteaban en las olas. De los elefantes no había señales. Sus gigantescas huellas habían sido borradas por el mar y por los pies de cientos de turistas.
Miré hacia arriba y pude ver toda la ciudad iluminada. Sin duda, toda esa gente estaba calentita en sus casas, preparando la comida; divirtiéndose, quizás aburriéndose, quizás peleándose, pero juntos. Me puse a pensar en cómo todos ellos abandonaban la playa al irse el Sol... Qué desconsiderados... Qué oportunistas... Con todo lo que ella les brinda, ellos la desprecian al oscurecer... El ser humano tiene ese patrón para todas las cosas, no pueden negarlo.
En la arena empezaron a aparecer pequeños trozos de caracoles y mejillones. Filosos, duros, fríos; se fueron multiplicando. No me importó estar descalzo: la inercia de la marcha me llevaba y pude ver que más adelante iban surgiendo rocas en las cuales pisar. Sin duda, me estaba acercando a la zona del faro. El inconfundible olor a marisco muerto flotaba sobre el suelo.
Mis pies dejaron de generar huella y comenzaron a sentir el frescor de la piedra mojada. Di un salto y otro y otro para llegar más y más lejos en aquel terreno que comenzaba a tornarse escarpado. En pocos minutos me encontré frente a frente con el gran peñasco en donde descansaba aquella torre. Las olas salpicaban la costa con un poco más de fuerza allá.
Me frené un rato para descansar. Me dediqué, mientras tanto, a buscar caracoles raros. Entre los escombros de nácar conseguí encontrar varios ejemplares espiralados y con la punta morada.
Luego de un rato me sentí observado: una extraña sensación en la nuca, como si dos ojos se clavaran en ella. Comencé a revisar la playa y a lo lejos vi una silueta agachada sobre una gran roca. Me acerqué unos metros y vi que era un muchacho joven que se encontraba en cuclillas frente al mar.
Caminé en su dirección y su rostro se volvió hacia mí. En segundos estuve mirando directamente a los ojos verdes de Julián.

24.4.08

Elefantes (VI)

A veces me gusta ver a la furia como una gran fuerza sobrenatural, como una entidad que se posesiona de uno y lo impulsa. Quizás lo haga para justificar ciertos actos o para encausar la ira, no estoy muy seguro...
La destrucción es, para los hindúes, una energía vital: Kali se dedica a arrasar todo a su paso con sus cuatro brazos armados, en una danza dedicada a la muerte. Las Erinias, a su vez, para los griegos, eran parte esencial del destino. Y ambas divinidades poseen una finalidad, un papel fundamental en el orden del universo. Entonces, ¿por qué en ese momento sentí la horrible sensación de querer arrasar caóticamente y sin sentido alguno? Sin duda el darme cuenta de cómo la corrupción es un fantasma que marchita todo lo que toca, de cómo hasta la amistad, sentimiento tan fuerte, puede devastarse con su única presencia, había generado esto en mí. Y sin embargo no podía, no quería, aceptar la existencia de ese deseo destructivo.
- Decime dónde está.
- ¡No! No, no seas boludo. Dejá, ya está... Me voy mañana y listo... En serio, dejalo.
La ingenuidad de Laura sólo le echaba más leña al fuego. Con su inocente intención de querer procurar silenciar todo no hacía más que hostigar ese impulso atropellante que me estaba empujando.
- Laura, decime dónde está.
- No, por favor... ¡Dejá, ya pasó todo! ¡Dejá! ¿A dónde vas?
No pude responderle. Ni yo sabía hacia dónde me estaba dirigiendo. Tan sólo quería irme de ahí, de su presencia lastimada.
Comencé a caminar por el boliche, sintiéndome por completo ofuscado. La gente bailaba, ajena a lo que acababa de suceder, de sucedernos, de sucederme. Las luces me mareaban más todavía y la música me provocaba una sensación estrambótica. Simplemente quería encontrar un interruptor que apagara toda esa alegría antes de que yo lo hiciera por métodos iracundos.
El tiempo pasó y yo continué mi marcha errática, sin sentido alguno, con la vana inocencia partida al medio. No logré encontrar dónde depositar mi frustración; y a medida que la gente se iba yendo, me descubría rodeado en un mar de soledad y rencor, de resaca y náuseas.
Pude encontrar, sin embargo, varias personas, entre los vestigios de un tumulto danzante, que intentaban sin saberlo levantar los cimientos del orgullo por la humanidad que se habían desmoronado por la asquerosa actitud de mi amigo Julián.
Había dispersas en el salón más de una pareja que representaba el profeso amor, el más puro sentimiento. Quizás se hayan conocido esa noche o en esa misma hora, pero en lo profundo de sus miradas se podía encontrar una llama que justificaba el encuentro. Los besos, las caricias, los abrazos; concreciones de aquella fuerza sobrenatural que los impulsaba. Y quizás alguna falacia potenciaba esas representaciones eróticas, pero mi necesidad de esperanza nublaba mi percepción, procurando apaciguar la violencia destructiva que se vislumbraba en mi perturbada alma.
Y el destino quiso, lo dispuso de aquella manera, que rodeado de tanta belleza una chispa surgida de entre la multitud incendiara nuevamente el ansia que intentaba sepultar bajo pensamientos positivos.
Así, de este modo, emergió Julián de las tinieblas del boliche. Y en mi cara se pudo ver una metamorfosis instantánea.
Estaba en un costado, charlando animadamente con dos chicas. Se tambaleaba por los efectos obvios del alcohol y sonreía demasiado seguido. Con cada sonrisa, el coro insoportable de las risas huecas de muchacha ebria que festejaba sus bromas de levante. En los ojos podía ver esa asquerosa lascivia, un destello lujurioso que quemaba las ropas de toda aquella que recibiera su mirada. Era un sátiro, un repugnante ser que se regocijaba en su placer sexual, pisoteando la dignidad de los demás con sus sucias patas de macho cabrío.
Lo escuché. Lo escuché y sus palabras envenenaban. De su boca brotaban falsas promesas, mentira tras mentira, decepción tras decepción, desdicha tras desdicha. Y aquellas bacantes en éxtasis creían todo y alcanzaban un orgasmo al hacerlo.
Me asqueé con la simple visión de la escena. En mi estómago sentí una fuerte puntada que comenzó a trepar por mi garganta y al llegar a mis cuerdas vocales, las incontrolables ganas de gritar me invadieron. Pero no podía doblegarme ante ese deseo, no: mis fuerzas estaban ahí para otra cosa, mi furia se debía justificar con otra acción.
Me acerqué con paso firme a los tres. Si bien no me encontraba a más de ocho metros, la marcha se tornó eterna. Con cada segundo que pasaba, podía sentir en mi pecho un redoble de tambor que aumentaba su intensidad. A medida que me aproximaba a ellos, la violencia de los golpes se incrementaba, provocándome un dolor punzante.
Se dio vuelta y me vio. Sonrió. Me miraba de manera cómplice, riéndose de su autoconvencida felicidad.
- ¡Hey! Venite, vamos a tomar algo acá con...
No pudo terminar la frase. En un instante se vio tumbado en el suelo, con la boca sangrando, y mi brazo extendido, furioso, manchado de su rojo. Me abalancé sobre él. Unos tras otros, los puños fueron cayendo sobre su cara. Experimenté un inmenso placer al golpear su carne, al sentir la calidez de su sangre manchándome. Con cada puñetazo mi pulso se aceleraba. De mi piel brotaba ira; y si acaso lo dejara de lastimar, podía sentirme asfixiado, falto de aire. Pues quería seguir atacándolo, necesitaba hacerlo, palpar su dolor en mis manos, así como requería el aire en mis pulmones.
Poco importaba mi voluntad, porque ella era la destrucción misma. Poco importaba mi juicio, porque el veredicto ya había sido declarado. Poco importaba mi piedad ante sus ojos vidriosos e irritados, ante sus brazos que inocentemente intentaban apartarme, porque su pecado no sólo había dañado a Laura, no; su accionar demostraba lo negligente que era para con la amistad, para con todos nosotros; demostraba lo que se cagaba en nuestras vidas.
Sentí cómo alrededor había gritos y cómo varias personas intentaban separarnos. Pero me aferré firmemente a mi misión, porque golpeando a Julián es que descubrí que todo caos, como lo era mi furia, lograba al final un propósito. En todo desorden prevalece un orden aleatorio, y era aquel el que me ordenaba a continuar obstinadamente en su masacre.
Segundos después pude saborear en los labios algo salado. Supuse, en aquel violento ataque, que era sangre, pero no. De los ojos de Julián surgieron lágrimas, y mis brazos, cansados ya, exhaustos de destrucción disminuyeron su acción, cayendo casi inertes sobre el cuerpo de aquel infeliz. Y ya no era Julián el que lloraba, sino yo también, desgarrado por dentro por mis propias golpizas ajusticiadoras.
Dos fuertes manos me tomaron por los hombros y me sacudieron. Poco me preocupó que me propinaran un par de puñetazos para calmarme. Pude ver, entre la multitud, las caras atónitas de mis amigos. Y al mirar a Laura, vi la vergüenza en sus ojos.
Comprendí, mientras me arrastraban fuera del local, que la espada de la Justicia es un arma tan poderosa que termina hiriendo al mismo portador. Aquella noche fui cegado por su filo y convertido en verdugo y condenado, en juez y culpable.

2.4.08

Elefantes (V)

Si antes me costaba distinguir las cosas, con estos esbozos de frase se me había sacudido violentamente el suelo.
- Él... él... ¿qué le pasó, Laura? ¡Decime!
Sus ojos se nublaron nuevamente y de ellos brotaron nuevas lágrimas. Se lanzó hacia mis brazos y me tomó con fuerza, hundiendo su cara en mi pecho. Luego, su boca se elevó hasta mi oreja izquierda y dijo casi tartamudeando:
- Él... me... Él me tocó...
- ¿Q-qué?
Laura no lo supo, pero en ese instante, una flecha cargada de odio y rencor atravesó mi cabeza, cambiando por completo mi expresión.
Luego de unos momentos, se decidió a verme a los ojos. Pude observar las cristalinas gotas que empañaban sus párpados y mejillas. En su mirada logré vislumbrar la vergüenza que había evitado a su lengua hablar mucho antes: El rubor de sus cachetes no era provocado por la inocencia de algún pequeño accidente, sino por la horrorosa sensación de saberse profanada.
- N-no comprendo bien lo que me decís...
Mentira, sí que lo comprendía, pero no lograba creerlo, no QUERÍA creerlo. Nuevamente ese rostro limpio y ultrajado, atravesándome completamente, mostrando su orgullo y pudor dañados, intentando hacerme saber que no quería volver a esos instantes anteriores en los que había sido puesto frente a frente con la asquerosa lujuria de la alcoholemia. Entendí lo duro que era, que le estaba pidiendo a una mano quemada acercarse a prender una hornalla, pero debía escuchar de la boca de Laura todo lo sucedido. Mis pensamientos, en ese momento, necesitaban ser domados por su voz antes de lograr cualquier tipo de razonamiento.
- Por favor... Sólo necesito que...
- Estábamos bailando, con Caro. Estuvimos así un rato, hasta que llegó él.
La amargura que brotaba de sus palabras era comparable con el vinagre. Las frases salían, sí, pero eran cortas, directas y densas, pesadas. Eran como gotas de mercurio cayendo una a una sobre una delgada hoja de papel.
- Se puso a bailar con nosotras. Al principio iba todo bien... Me daba cuenta de que había tomado mucho, pero no le presté atención. Se nos fue pegando de a poco. - El hastío en su mirada transmitía el desagrado de manera pura. La forma de sus palabras se fue convirtiendo, poco a poco, en la silueta de ladrillos que comenzaban a construir una sombría muralla.
- Caro se tuvo que ir. Fue al baño. Yo no me quería quedar sola con él; tenía algo raro en los ojos. Supe que no estaba en pedo y nada más: parecía que tenía otra intención. Traté de ir al baño con ella, pero él no me dejó. Me tenía agarrada de la mano...
Procuré mantener la calma. Las imágenes se iban formando en mi cabeza, generando una película que me provocaba asco. Pude ver a Julián, con su mirada lasciva, más sátiro que humano, con sus pequeños cuernos y su barba de cabra, impidiendo el paso de Laura. Era esa lujuria en contraposición del puro temor de alguien indefenso lo que, a mis ojos, podía lastimar el alma de cualquier persona.
- Traté de soltarme, pero me apretó la muñeca más fuerte. Le dije: "Me estás lastimando", pero se cagó de risa y no hizo nada. De vuelta traté de irme, pero el hijo de puta me agarró y me acercó hacia él. Después me agarró la cara y... me trató de dar un beso... Le corrí la boca y lo golpée. Se cagó de risa de vuelta... Me dijo con esa cara de tarado: "Vos sabés que querés..." y me apretó contra él. ¡Trataba de soltarme pero no podía! ¡Me manoseó toda!... ¡Es un pelotudo! ¡Un... un...!
No logró terminar. Quebró en llanto y depositó su cara avergonzada en mi pecho. Su agitación pasó, de repente, a todo mi cuerpo. Las manos me empezaron a temblar.

13.3.08

Elefantes (IV)

La noche anterior había sido calamitosa, si no apocalíptica. Por varias circunstancias, como garras que tensaron la situación, se cortó el hilo del cual pendía la espada de Damocles sobre todos nosotros. Muchos comparan este tipo de acontecimientos con regueros de pólvora que estallan con pequeños chispazos, pero el combustible que ardió esa noche fue el alcohol.
Sí, el alcohol bebido por adolescentes ansiosos de olvidar las reglas que los ataban a la realidad, mezclado con rencores, temores, amores y calores.
El centro de la ciudad ofrecía muchísimas distracciones para la juventud y otras tantas tentaciones para las voluntades débiles o debilitadas por la melancolía, nostalgia o ira. Son estos sentimientos los que nos llevan a la locura del exceso; y fue el exceso el protagonista de la velada, bien sabe alguno, por alguna de estas tristes emociones o por la conjunción de todas y cada una de ellas.
Las bebidas se sirvieron en abundancia, y las risas proliferaban entre nosotros y el resto de las personas que nos acompañaban. El desarrollo de la diversión tomó forma espiralada, y así, poco a poco, fueron aumentando el nivel hilarante y la pérdida de las inhibiciones. En determinado momento, los amigos fuimos tomando diferentes caminos dentro del establecimiento en el que nos encontrábamos, cada uno disfrutando a su manera de la noche.
Por mi cuenta, me encontraba junto a Pablo, tomando cerveza en la barra, conversando de cosas tan efímeras como los rumores o la vida de las mariposas. Las risas, siempre intercaladas, y los gestos de alegría sobraban.
Podía sentir un fuerte redoble en los oídos, los sonidos graves de la música que sonaba retumbante en todo el local. La vista, ya de por sí borrosa por el alcohol, se continuaba embriagando con las luces que parpadeaban al ritmo de los beats. Nuestras sonrisas parecían desbordar de los rostros.
Si bien me costaba enfocar, pude distinguir una chica que se abría paso, de manera afectada, por entre la gente que bailaba en el salón. Era notable porque su andar, si bien tambaleante, no parecía aquel de las borrachas, sino más bien el de una Ménade furiosa; y su figura se distinguía entre las demás por no seguir los armoniosos movimientos de la masa que danzaba.
Unos minutos más tarde, la muchacha se encontraba frente a frente con nosotros. Tenía el maquillaje corrido, dibujándosele así dos senderos negros desde los ojos hasta las raíces del mentón. Sus párpados estaban hinchados y con la mirada baja. Uno de los breteles de su vestido, un vestido azul completamente arrugado, se encontraba caído y sus puños, apretando el aire con ira desgarrante. En una de las manos llevaba los vestigios de lo que habría sido un hermoso collar: Era Laura.
Pablo abrió la boca pero ningún sonido salió de ella. Tenía los ojos mucho más abiertos del asombro que generaba la imagen que sus labios. Yo me encontraba en un estado similar. ¿Qué le había sucedido?
Laura, con cara sombría, nos corrió y tomó asiento en un taburete de la barra. Pidió un trago fuerte y rompió en llanto. Me apresuré a consolarla y la tomé del hombro suavemente. En un rápido movimiento, se dio vuelta y se aferró con fuerza a mí. Podía sentir su respiración agitada y la humedad de su rostro.
- Laura... Tranquila...
Me costaba pensar. La mezcla del asombro y la ebriedad turbaba mi mente. Esperaba lo peor. Tenía su oreja a la altura de mi boca y le susurré las palabras lentamente, con ánimos renovadores.
- ¿Qué te pasó? ¿Estás bien?
Sólo respondió con otra caravana de sollozos. La tomé con fuerzas de los hombros y la miré a los ojos. Ella evitaba mi mirada y bajaba la vista empañada de lágrimas.
- Laura...
- ¡Fue horrible! Horrible...
La voz se le había esfumado, inundada del agua salada de la tristeza y la desesperación.
- ¿Qué fue horrible? ¿Qué? ¡Qué!
Me comenzaba a impacientar. Imágenes rodaban por mi cabeza y yo me negaba a aceptarlas como reales.
- Julián... él...

29.2.08

Elefantes (III)

A las dos horas y algo, me desperté por el ruido inconfundible del cubierto contra la porcelana. Estarían poniendo la mesa, supuse. Me di vuelta y vi la cama de Laura, vacía y deshecha. Me levanté y me agarré la cabeza. Todavía me costaba abrir los ojos del sueño que tenía. Sentía el cerebro pesado y los sentidos entumecidos.
Tocaron la puerta; era para avisarme que ya estaba la comida. Me puse de pie y me dirigí al baño. En el pasillo me encontré con la espalda de alguien -no pude distinguir quién- que bajaba las escaleras.
Entré y me mojé la cara. Me miré en el espejo y ya no sentía esa repugnancia de la noche anterior. Ahora estaba orgulloso y me vi completamente cambiado. Nunca antes había intentado defender lo que me importaba. Quizás, si todo salía bien, lo comenzaría a hacer, a defenderme de las injusticias de la vida humana.
Salí y bajé las escaleras. Fui hasta la cocina atravesando el living. Al entrar, todos se dieron vuelta y me miraron. El tiempo se detuvo un momento para hacerme sentir aquella situación un poco más incómoda. No faltaba nadie. Una oleada de ojos me cubrió por completo y no pude mover un músculo. Sabía que esto habría de suceder: Carolina con cara sombría, Pablo sorprendido detrás de la puerta de la heladera; y sí, ahí sentado, Julián, con el rostro amargado y el ojo morado. Lentamente ingresé en la habitación parra quebrar la indignación general. Ya no me importaba lo que pensaran.
- Podrías haberte puesto pantalones, mínimo...
La clara voz de Laura, que estaba calentando agua en la hornalla, me hizo dar cuenta de todo. Me había olvidado de vestirme en el apuro de bajar y sólo llevaba puestos los calzoncillos. Me sonrojé levemente y pude ver un esbozo de sonrisa en todas las bocas, exceptuando la de Julián.
Me senté a la mesa. Ya habían acomodado los cubiertos y habían puesto dos fuentones en el centro. Carolina había preparado milanesas con puré -era su turno de cocinar.
A nivel culinario, esas vacaciones no habían estado para nada mal: todos los días nos dábamos verdaderos banquetes y hasta disfrutábamos de postre. Todo porque el alquiler nos había salido bastante barato, y con un poco de esfuerzo durante el año, ese verano pudimos disfrutar muchísimo más -quitando de lado ciertos inconvenientes que en ese momento ya no me importaban.
Podía ver, por el rabillo del ojo, la cara disconforme de Julián: Tenía todo el costado izquierdo hinchado y amoratado. Con las manos puestas a modo de camastro para la cabeza, se balanceaba, casi imperceptiblemente, hacia adelante y atrás; y con el pie inquieto, daba a entender lo molesta que le resultaba la situación.
Pablo se acercó a la mesa para servir. Como siempre, su plato fue el primero en estar lleno. Uno a uno, nos fue acercando las milanesas para que comiéramos. Pude notar en su mirada algo de sonrisa, un gesto de contención de carcajada, como si en cualquier momento la fuera a vomitar. Me miraba y su cuerpo generaba un esfuerzo. Al final, no pudo más:
- Che... Qué noche la de anoche, ¿no? Je.
El efecto no tardó en llegar.
Carolina lo golpeó en el brazo mientras él se reía. Laura se tapó la cara de vergüenza y yo no me atreví a hacer más que mirar la escena estupefacto.
Julián, a todo eso, se levantó y se fue.
Las siguientes palabras provinieron de la boca de Carolina, y fueron para Pablo:
- Sos un imbécil...

21.2.08

Elefantes (II)

Los caminos de la costa siempre me parecieron calamitosos; tantas subidas y bajadas, y la insoportable piedrecilla que de una u otra manera terminaba dentro de mis zapatos. Así fueron unas quince cuadras, interminables, infranqueables, hasta la funesta casa que estábamos habitando.
Entré con cuidado. Sabía que la puerta chirriaba, así que procuré ahogar el sonido para evitar que se despierte alguien. Afuera ya brillaba el sol; serían las diez y pico.
Me quedé parado un rato en el living. Miré todos esos muebles, tan soso y desgastados, típicos de alquiler. Podría oler todavía la sal en el ambiente. La habitación me resultó, de repente, repugnante. Tranquilamente podía ir hasta mi dormitorio, armar mi bolso y largarme de ahí. Nadie se enteraría; sólo desaparecería y estaría tranquilo en casa, lejos de todos ellos.
Sí, necesitaba alejarme, sentirme solo, en soledad como en la playa esa madrugada. Comencé a subir los escalones que llevaban al piso de arriba. En mi cabeza giraban todas las cosas que no debía olvidar llevar: las medias en el tender, mi shampoo, las sábanas... Entré con cuidado en el cuarto. Laura dormía en su cama, con la cara hacia la pared. Abrí el armario y junté toda mi ropa. La tiré sobre mi colchón y fui a buscar el bolso que estaba debajo de la cama de Laura.
- ¿Qué hacés? - Se había despertado en algún momento mientras yo buscaba mis cosas. Tenía sus ojos clavados en los míos, esos ojos grandes y marrones, profundos. El silencio que separaba la pregunta de la respuesta parecía infinito.
- Me voy.
Laura se quedó mirándome, callada, expectante. Tomé el bolso y empecé a guardar todo en su interior. Podía sentir sus ojos clavados en mi nuca, pero no con dolor, sino como incomodidad. Sabía que, más que nadie, ella me entendía. Continué con la tarea minuciosamente.
Luego de unos minutos, cerré el bolso de un tirón. El sonido inconfundible del cierre relámpago resonó en la habitación. Respiré. Tomé el bulto y me dirigí hacia la puerta. Antes de salir me volví para ver a Laura. Su rostro se había mantenido impacible. Nos quedamos así, en silencio total, durante un minuto entero, como por respeto solemne. Luego, simplemente me marché.
Los pies me pesaban, pero caminé todo el recorrido del pasillo. Comencé a bajar los escalones, uno por uno. Todos seguían durmiendo: lógico, un grupo de jóvenes de vacaciones no harían menos. Llegué al rellano y me miré en el espejo con el bolso. Qué imagen patética... Irme por una pelea. Claro, todo sería incómodo luego, pero las aguas se calmarían.
El tiempo parecía no pasar mientras yo estuviera allí plantado, con la mirada perdida en mi reflejo. Una voz en mi interior me decía que me marchara pero algo me retenía, algo invisible y poderoso.
Una gota de sudor me recorrió toda la cara, desde la sien hasta el mentón. Dejó un camino húmedo que me refrescó la mejilla, despertándome de aquella reflexión sin pies ni cabeza. Reanudé mi partida, más decidido aún, como una locomotora fuera de control.
Al abrir la puerta, me volteé para encontrarme con el desabrido living vacacional. Una brisa costera me pegó en la nuca y me hizo pensar en los elefantes. Sólo tres días en tierra... La ironía residía en que me quedaban tres días más allí, nada más.
Cerré los ojos y me vi gigante, inmenso, pisoteando el suelo y haciéndolo más compacto todavía. En mis pensamientos apareció una mirada; una mirada de ojos grandes y marrones y profundos. Sí, por ella sería un elefante. La defendería con mi marfil y habitaría la tierra pestilente y corrompida durante tres días. Sólo por ella, y nada más.
Cerré la puerta y volví a trepar la escalinata.
Al abrir la puerta nuevamente, me encontré con sus ojos gigantes, inalterados todavía. Deposité mi bolso en la cama y le hice un gesto de silencio con las manos. Ella me sonrió y se volvió a dormir.

16.2.08

Elefantes (I)

El alba se reflejaba sobre el lomo mojado de los elefantes, mostrándome una imagen de la cual me habían contado mucho, pero que jamás había tenido el agrado de disfrutar. Era una escena tranquilizadora. Es más, nunca antes me había sentido digno de percibir tal paz. Los granos de arena rodaban suavemente unos sobre otros, provocando microscópicas avalanchas en los médanos, y su leve sonido, casi imperceptible, formaba una sinfonía susurrante que envolvía a la playa entera.
Sólo me atuve a observar el horizonte y entrecerrar los ojos, disfrutando de los primeros rayos del día. Suspiré profundamente; la soledad me hacía suspirar. Sin embargo, no pude casi sentir la congoja en el pecho. Supuse que el océano tenía algo que ver. Siempre pensé al agua como un elemento noble, sanador, que rodea las heridas y las cauteriza lentamente, sin dolor, purificando la ponzoña, limpiando la corrupción virulenta.. Podía oler la sal en el aire, invadiendo mi nariz y mis pulmones, secando mi piel bajo ese sol matinal.
Sí, esa era la soledad; aquella soledad sana que buscan los profetas antes de revelarse al mundo, no la que estriñe el pecho con una fuerte correa de púas.
Volví a abrir mis ojos y miré nuevamente a la manada de elefantes. Qué bellos animales... Aquellas gruesas pieles, más duras que el plástico, y aquellos imponentes colmillos, conjunto a su enormidad titánica, les daban un aspecto particularmente intimidante, pero yo conocía algo de los elefantes, y sabía que tras su monstruosa brutalidad se escondían corazones inofensivos.
De pequeño me divertía hojeando los libros de Biología de mi abuelo, en especial por las llamativas ilustraciones y las coloridas fotografías. Todavía recuerdo haber leído, años después, luego de la ardua tarea de aprender a leer, sobre los hábitos migratorios de estos gigantes grises en un libro particularmente pesado. Jamás sabré qué fue lo que me llevó entonces a hundir mis narices en aquellas páginas, tan ajenas a mi entendimiento, pero sus palabras habrían quedado en mi cabeza como grabadas en metal al rojo vivo.
Los elefantes pasan sólo tres días del año en tierra, y lo hácen únicamente para templar sus cuerpos luego de la migración desde aguas más frías. Y es que, a comienzos del otoño, manadas de elefantes marchan por el lecho marino desde el sur hacia el norte para escapar de la incomodidad invernal. También había aprendido algo sobre su alimentación y reproducción, pero no sé por qué no recuerdo más que breves destellos de información.
Allí estaban ellos, en el amanecer de su tercer día en la tierra, y ya la estaban volviendo a abandonar. Ver sus cabezas sumergirse en el oleaje me dio algo de envidia... Si tan sólo fuese así de fácil, si tan sólo pudiese desprenderme de la tierra y de las preocupacions que hay sobre ella y rodearme de agua para curarme... Pero no soy un elefante, y este parece ser un beneficio exclusivo para ellos.
El silecio marino se vio quebrado por un grotesco trueno. Hacia el este se podía ver cómo un grupo inmenso de nubes grises se acercaba, acompañando al sol a modo de cortejo solemne. Me levanté y estiré mis piernas. Tenía arena sobre la ropa, la cual sacudí. Es increíble cómo el viento obra tan silenciosamente para hacernos desaparecer bajo un manto térreo. Si nos quedáramos completamente quietos, y con el tiempo suficiente, apuesto a que estaríamos todos enterrados.
Miré la hora: ya eran casi las ocho. En momentos todos se despertarían y descubrirían que yo no estaba. Comencé a marchar sobre ese colchón arenoso para llegar al camino. Había varios fragmentos de mejillones porque me encontraba relativamente cerca del faro. Nunca entendí por qué los mejillones tenáin la manía de aparecer por allí. Freud diría que por una adoración al falo o algo por el estilo...
Al llegar nuevamente a la carretera, me volví para contemplar la marcha de los paquidermos. De ellos tan sólo se vislumbraban las coronillas y los lomos sobresaliendo del agitado mar. Las nubes ya habían cubierto el sol, por lo que su reflejo no se veía más sobre sus pieles. Al rato, se supergieron del todo. No pude más que desear que, al año entrante, los volviera a ver.

9.2.08

Abrí los ojos y descrubrí que todo había sido un sueño, una ilusión onírica que tan sólo se dedicó a juguetear con la inocencia que me caracteriza. Y al despertar lloré carmesí, porque la inútil esperanza que habita dentro de mis costillas se había convertido en una letal esfera cubierta de navajas. Así, tajeado en mi interior, debí levantarme, debí afrontar la falsedad de que alguna chance pudiera ser la chispa que reavivara el fuego, y quizás no me sintiera envuelto en una gruesa capa de nieve y cristal. Quién extirpara estas torturas de mí, quién cosiera los estigmas que sangran, quién rompiera el iluso vidrio que deforma mi realidad, convirtiéndola en esferas de navajas y esperanzas y lágrimas carmesí.

25.1.08

Adoración a Eolo

Fanática sensación la de sentir el viento en el rostro, porque es un elemento tan virtuoso y etéreo, tan impredecible y volátil, casi como las ígneas llamas pero sin la mortal capacidad de destrucción.
El aire carga el cuerpo y lo revitaliza, lo hace suyo. La elevación de la conciencia por medio del viento. Es como si la ventisca estuviera viva, rellena de ánima, de un espíritu particular, y cuando sopla sobre uno, se mezcla con el alma misma. Ya no es uno el que camina con el viento, sino dos, o quizás más, pues las dulces sílfides entran en la esencia y la multiplican.
Oh Céfiros, oh Bóreas, oh bendito Eolo, sagradas multitudes que impulsan el navío de mi mente a través de las atestadas rutas que impone mi destino.
Soplen, soplen con fuerza y musical benevolencia, pues así no estaré solo; con ustedes no estaré solo.

9.1.08

Profecía de la Divina Providencia

This could get messy
and I don't seem to mind

Ah, cuán complicado es esto. Yo, caminando directamente hacia la pared que sé que va a ser aquella en la que me han de fusilar con las palabras más dolorosas que una persona puede llegar a escuchar. Incluso he llegado a vislumbrar el futuro, en una especie de ataque adivinatorio, en un arranque de oráculo, y he conocido tus exactos verbos y sustantivos. Tu lengua va a ser filosa, lo sé, lo sé... Me va a cortar al medio y me va a esparcir por tantos lugares, como hicieron con Osiris alguna vez en la historia, y sé que la hemorragia va a ser larga y duradera, casi disecante, y que quizás quede seco de la angustia. Sí, lo llegué a ver, pude ver el abandono futuro, la gran avalancha que se avecina nosécuándo, destruyendo todo a su paso. Y no sólo tus letras escupidas van a marcarme al rojo vivo, sino también tus acciones. Voy a sucumbir ante el peso de todo el daño que me vas a hacer. Hasta vos lo sabés, hasta vos me lo querés hacer saber, hasta vos me lo advertís reiteradamente. Tenés una etiqueta de peligro, de toxicidad, de alto voltaje y a mí casi me chupa un huevo. Es como esperar la inminente caída del rayo sobre un ciprés en medio de la tempestad más violenta, contando los segundos que separan el luminoso resplandor de la estrepitosa llegada del trueno que indica que mi corazón se ha partido por tercera vez. Y tercera es la vencida. Y tres es un número que tanto significa... Padre, Hijo y Espíritu Santo... Sota, Caballo y Rey... Alma, cuerpo y espíritu... Creador, Preservador y Destructor... Es la destrucción, la consumición de todo lo que yo podía llegar a pensar, porque así lo indica el ciclo. Lo vi, lo vi en las borrosas imágenes que me brinda la Providencia, lo vi en el fondo de tus pupilas que tanto encandilan, porque esconden el fuego que ha de quemarme, que ha de deshacer furiosamente cada fibra del alma mía. Y al hacerlo, al dejarme desarmar, sé que vamos a liberar lo contenido, lo que Pandora había de cuidar en su caja y que tan estúpidamente dejó escapar. Cubrirá absolutamente todo la oscuridad, y no importará ni el calor ni la inflación ni el precio de la Coca-Cola, porque lo único que va a ser menester es escapar de la ira que consume, que destruye, porque mi caída va a ser un dominó en espiral y va a contagiar en rugiente absolutismo. Y no habrá revolución que nos salve, y no habrá agujero negro que me trague. Lo sé; lo vi; sucederá.

Y si puedo evitarlo, si puedo escapar de destino tan profético y apocalíptico, tan eternamente doloroso; si puedo defender la existencia de ánima tan inocente, ¿por qué me seduce la idea de continuar avanzando hacia semejante patíbulo? Porque tus palabras, tus acciones van a desencadenar todo, y no tu maldad; porque es una ilusión, una invención de tu cabeza, que te hace sentir verdaderamente algo, pero la maldad no existe. No, no será ella la responsable, sino tu inocente creencia en su existencia. Y yo me dejaré arder en las llamas de la perdición sólo para demostrarte la verdadera crueldad de la humanidad, la única respuesta a todas las calamidades de la Tierra: El ser humano no es malo, pero puede ser tan cruel como su imaginación se lo permita.

Mientras el corazón me oprima el pecho con su imponente latido, la caja permanecerá cerrada, pero, ¿quién garantiza la salvación el día en el que sus fibras se hagan polvo?

3.1.08

vulnerabilidad

So tell me where it hurts
to hell with everybody else.


me han abierto,
las vestiduras rasgadas y la piel deshecha,
las carnes cortadas y la sangre derramada,
enseñando mis entrañas al solsticio estival.

mis costillas, una mera corona
que rodea humildemente mi corazón.
sus latidos se vislumbran a la distancia,
atrayendo la vista de los que pasan.

las lágrimas empapan la carne al vivo
llenándola de sal dolorosa,
de sal amarga,
de sal virtuosa que seca las heridas.

en mi cuerpo se dibuja una diana
rodeada de espinas y flores rojas,
pues una pasión abrió mi interior
y dejó a la intemperie el sonido de mi alma.

un ratón blanco y ciego,
con las patas rengas y el olfato menguado,
con el oído atrofiado y la cola atrapada:
el reflejo de una persona subyugada a sentir.

mil veces cien veces el viento soplará
dejando sobre mi vulnerable cuerpo
un grano de vidrio traslúcido,
anegando la frágil tentación de amar.