24.4.08

Elefantes (VI)

A veces me gusta ver a la furia como una gran fuerza sobrenatural, como una entidad que se posesiona de uno y lo impulsa. Quizás lo haga para justificar ciertos actos o para encausar la ira, no estoy muy seguro...
La destrucción es, para los hindúes, una energía vital: Kali se dedica a arrasar todo a su paso con sus cuatro brazos armados, en una danza dedicada a la muerte. Las Erinias, a su vez, para los griegos, eran parte esencial del destino. Y ambas divinidades poseen una finalidad, un papel fundamental en el orden del universo. Entonces, ¿por qué en ese momento sentí la horrible sensación de querer arrasar caóticamente y sin sentido alguno? Sin duda el darme cuenta de cómo la corrupción es un fantasma que marchita todo lo que toca, de cómo hasta la amistad, sentimiento tan fuerte, puede devastarse con su única presencia, había generado esto en mí. Y sin embargo no podía, no quería, aceptar la existencia de ese deseo destructivo.
- Decime dónde está.
- ¡No! No, no seas boludo. Dejá, ya está... Me voy mañana y listo... En serio, dejalo.
La ingenuidad de Laura sólo le echaba más leña al fuego. Con su inocente intención de querer procurar silenciar todo no hacía más que hostigar ese impulso atropellante que me estaba empujando.
- Laura, decime dónde está.
- No, por favor... ¡Dejá, ya pasó todo! ¡Dejá! ¿A dónde vas?
No pude responderle. Ni yo sabía hacia dónde me estaba dirigiendo. Tan sólo quería irme de ahí, de su presencia lastimada.
Comencé a caminar por el boliche, sintiéndome por completo ofuscado. La gente bailaba, ajena a lo que acababa de suceder, de sucedernos, de sucederme. Las luces me mareaban más todavía y la música me provocaba una sensación estrambótica. Simplemente quería encontrar un interruptor que apagara toda esa alegría antes de que yo lo hiciera por métodos iracundos.
El tiempo pasó y yo continué mi marcha errática, sin sentido alguno, con la vana inocencia partida al medio. No logré encontrar dónde depositar mi frustración; y a medida que la gente se iba yendo, me descubría rodeado en un mar de soledad y rencor, de resaca y náuseas.
Pude encontrar, sin embargo, varias personas, entre los vestigios de un tumulto danzante, que intentaban sin saberlo levantar los cimientos del orgullo por la humanidad que se habían desmoronado por la asquerosa actitud de mi amigo Julián.
Había dispersas en el salón más de una pareja que representaba el profeso amor, el más puro sentimiento. Quizás se hayan conocido esa noche o en esa misma hora, pero en lo profundo de sus miradas se podía encontrar una llama que justificaba el encuentro. Los besos, las caricias, los abrazos; concreciones de aquella fuerza sobrenatural que los impulsaba. Y quizás alguna falacia potenciaba esas representaciones eróticas, pero mi necesidad de esperanza nublaba mi percepción, procurando apaciguar la violencia destructiva que se vislumbraba en mi perturbada alma.
Y el destino quiso, lo dispuso de aquella manera, que rodeado de tanta belleza una chispa surgida de entre la multitud incendiara nuevamente el ansia que intentaba sepultar bajo pensamientos positivos.
Así, de este modo, emergió Julián de las tinieblas del boliche. Y en mi cara se pudo ver una metamorfosis instantánea.
Estaba en un costado, charlando animadamente con dos chicas. Se tambaleaba por los efectos obvios del alcohol y sonreía demasiado seguido. Con cada sonrisa, el coro insoportable de las risas huecas de muchacha ebria que festejaba sus bromas de levante. En los ojos podía ver esa asquerosa lascivia, un destello lujurioso que quemaba las ropas de toda aquella que recibiera su mirada. Era un sátiro, un repugnante ser que se regocijaba en su placer sexual, pisoteando la dignidad de los demás con sus sucias patas de macho cabrío.
Lo escuché. Lo escuché y sus palabras envenenaban. De su boca brotaban falsas promesas, mentira tras mentira, decepción tras decepción, desdicha tras desdicha. Y aquellas bacantes en éxtasis creían todo y alcanzaban un orgasmo al hacerlo.
Me asqueé con la simple visión de la escena. En mi estómago sentí una fuerte puntada que comenzó a trepar por mi garganta y al llegar a mis cuerdas vocales, las incontrolables ganas de gritar me invadieron. Pero no podía doblegarme ante ese deseo, no: mis fuerzas estaban ahí para otra cosa, mi furia se debía justificar con otra acción.
Me acerqué con paso firme a los tres. Si bien no me encontraba a más de ocho metros, la marcha se tornó eterna. Con cada segundo que pasaba, podía sentir en mi pecho un redoble de tambor que aumentaba su intensidad. A medida que me aproximaba a ellos, la violencia de los golpes se incrementaba, provocándome un dolor punzante.
Se dio vuelta y me vio. Sonrió. Me miraba de manera cómplice, riéndose de su autoconvencida felicidad.
- ¡Hey! Venite, vamos a tomar algo acá con...
No pudo terminar la frase. En un instante se vio tumbado en el suelo, con la boca sangrando, y mi brazo extendido, furioso, manchado de su rojo. Me abalancé sobre él. Unos tras otros, los puños fueron cayendo sobre su cara. Experimenté un inmenso placer al golpear su carne, al sentir la calidez de su sangre manchándome. Con cada puñetazo mi pulso se aceleraba. De mi piel brotaba ira; y si acaso lo dejara de lastimar, podía sentirme asfixiado, falto de aire. Pues quería seguir atacándolo, necesitaba hacerlo, palpar su dolor en mis manos, así como requería el aire en mis pulmones.
Poco importaba mi voluntad, porque ella era la destrucción misma. Poco importaba mi juicio, porque el veredicto ya había sido declarado. Poco importaba mi piedad ante sus ojos vidriosos e irritados, ante sus brazos que inocentemente intentaban apartarme, porque su pecado no sólo había dañado a Laura, no; su accionar demostraba lo negligente que era para con la amistad, para con todos nosotros; demostraba lo que se cagaba en nuestras vidas.
Sentí cómo alrededor había gritos y cómo varias personas intentaban separarnos. Pero me aferré firmemente a mi misión, porque golpeando a Julián es que descubrí que todo caos, como lo era mi furia, lograba al final un propósito. En todo desorden prevalece un orden aleatorio, y era aquel el que me ordenaba a continuar obstinadamente en su masacre.
Segundos después pude saborear en los labios algo salado. Supuse, en aquel violento ataque, que era sangre, pero no. De los ojos de Julián surgieron lágrimas, y mis brazos, cansados ya, exhaustos de destrucción disminuyeron su acción, cayendo casi inertes sobre el cuerpo de aquel infeliz. Y ya no era Julián el que lloraba, sino yo también, desgarrado por dentro por mis propias golpizas ajusticiadoras.
Dos fuertes manos me tomaron por los hombros y me sacudieron. Poco me preocupó que me propinaran un par de puñetazos para calmarme. Pude ver, entre la multitud, las caras atónitas de mis amigos. Y al mirar a Laura, vi la vergüenza en sus ojos.
Comprendí, mientras me arrastraban fuera del local, que la espada de la Justicia es un arma tan poderosa que termina hiriendo al mismo portador. Aquella noche fui cegado por su filo y convertido en verdugo y condenado, en juez y culpable.

2.4.08

Elefantes (V)

Si antes me costaba distinguir las cosas, con estos esbozos de frase se me había sacudido violentamente el suelo.
- Él... él... ¿qué le pasó, Laura? ¡Decime!
Sus ojos se nublaron nuevamente y de ellos brotaron nuevas lágrimas. Se lanzó hacia mis brazos y me tomó con fuerza, hundiendo su cara en mi pecho. Luego, su boca se elevó hasta mi oreja izquierda y dijo casi tartamudeando:
- Él... me... Él me tocó...
- ¿Q-qué?
Laura no lo supo, pero en ese instante, una flecha cargada de odio y rencor atravesó mi cabeza, cambiando por completo mi expresión.
Luego de unos momentos, se decidió a verme a los ojos. Pude observar las cristalinas gotas que empañaban sus párpados y mejillas. En su mirada logré vislumbrar la vergüenza que había evitado a su lengua hablar mucho antes: El rubor de sus cachetes no era provocado por la inocencia de algún pequeño accidente, sino por la horrorosa sensación de saberse profanada.
- N-no comprendo bien lo que me decís...
Mentira, sí que lo comprendía, pero no lograba creerlo, no QUERÍA creerlo. Nuevamente ese rostro limpio y ultrajado, atravesándome completamente, mostrando su orgullo y pudor dañados, intentando hacerme saber que no quería volver a esos instantes anteriores en los que había sido puesto frente a frente con la asquerosa lujuria de la alcoholemia. Entendí lo duro que era, que le estaba pidiendo a una mano quemada acercarse a prender una hornalla, pero debía escuchar de la boca de Laura todo lo sucedido. Mis pensamientos, en ese momento, necesitaban ser domados por su voz antes de lograr cualquier tipo de razonamiento.
- Por favor... Sólo necesito que...
- Estábamos bailando, con Caro. Estuvimos así un rato, hasta que llegó él.
La amargura que brotaba de sus palabras era comparable con el vinagre. Las frases salían, sí, pero eran cortas, directas y densas, pesadas. Eran como gotas de mercurio cayendo una a una sobre una delgada hoja de papel.
- Se puso a bailar con nosotras. Al principio iba todo bien... Me daba cuenta de que había tomado mucho, pero no le presté atención. Se nos fue pegando de a poco. - El hastío en su mirada transmitía el desagrado de manera pura. La forma de sus palabras se fue convirtiendo, poco a poco, en la silueta de ladrillos que comenzaban a construir una sombría muralla.
- Caro se tuvo que ir. Fue al baño. Yo no me quería quedar sola con él; tenía algo raro en los ojos. Supe que no estaba en pedo y nada más: parecía que tenía otra intención. Traté de ir al baño con ella, pero él no me dejó. Me tenía agarrada de la mano...
Procuré mantener la calma. Las imágenes se iban formando en mi cabeza, generando una película que me provocaba asco. Pude ver a Julián, con su mirada lasciva, más sátiro que humano, con sus pequeños cuernos y su barba de cabra, impidiendo el paso de Laura. Era esa lujuria en contraposición del puro temor de alguien indefenso lo que, a mis ojos, podía lastimar el alma de cualquier persona.
- Traté de soltarme, pero me apretó la muñeca más fuerte. Le dije: "Me estás lastimando", pero se cagó de risa y no hizo nada. De vuelta traté de irme, pero el hijo de puta me agarró y me acercó hacia él. Después me agarró la cara y... me trató de dar un beso... Le corrí la boca y lo golpée. Se cagó de risa de vuelta... Me dijo con esa cara de tarado: "Vos sabés que querés..." y me apretó contra él. ¡Trataba de soltarme pero no podía! ¡Me manoseó toda!... ¡Es un pelotudo! ¡Un... un...!
No logró terminar. Quebró en llanto y depositó su cara avergonzada en mi pecho. Su agitación pasó, de repente, a todo mi cuerpo. Las manos me empezaron a temblar.