23.9.09

Shiva

Aquella noche un grupo de sociólogos amigos me había llevado a la cantina del poblado. El sitio se asemejaba a un galpón, de aquellos en los que las empresas de aerolíneas guardan sus aviones, pero varias veces más pequeño. El techo estaba cubierto de herrumbre y el viento amenazaba con arrancarlo por completo. Las paredes, renegridas de mugre, estaban minadas de grafittis, varias inscripciones neonazis, anarquistas y comunistas. La sorpresa me la llevé cuando mis acompañantes me guiaron no a la entrada de dicho galpón, sino al callejón que formaba junto a un edificio más siniestro aún. En aquel callejón había una escalera que conducía al local.
Al bajar los peldaños, algunos cubiertos de vómito caliente aún, se atravesaba una cortina de satén roja, roída por las polillas y demás alimañas que solían habitar el puerto. Una mujer entrada en años atendía a los recién llegados y los guiaba a sus lugares. La bebida abundaba, dándole al público la obvia y aún fascinante ebriedad. En una pantalla, varios cerebros de plasma flotaban en un espacio semi-vacío, semi-lleno.
Los sociólogos conversaban y reían, saludando a algún que otro pueblerino y comerciando hierbas prohibidas con algún otro, un poco mejor vestido que los anteriores. Un mozo, famélico hasta los huesos, cubierto únicamente con un leotardo, me alcanzó un vaso lleno del vino que fabricaban en la zona. Lo probé únicamente para comprobar que de todas las mentiras que dicen los vinicultores, los sommeliers y demás conocedores de la bebida, la única que es realmente verdadera es aquella que asegura que el vino debe estar hecho de uvas.
Frente a nosotros había una pequeña tarima adornada con cañas de bambú y objetos autóctonos. Un gran gong resonó en toda la habitación, amplia y oscura, de por cierto, únicamente iluminada por luces negras. El silencio comenzó a retumbar en nuestros oídos y una música oriental de proveniencia dudosa anunció la entrada de una pierna femenina en el escenario. El resto del cuerpo ingresó luego, como con un delay místico. El humanoide llevaba un kimono rosa, estampado con flores de cerezo, y una máscara ritual blanca que portaba una sonrisa entre misteriosa y maléfica. Los ojos de la careta eran meras rendijas sin expresión que atravesaban con risueña magnificencia a todos los presentes.
La figura en kimono, de algunos metros de altura, comenzó una danza frenética al ritmo de la música. A través de la fina seda se podía vislumbrar una preciosa y esbelta figura. Los tambores aceleraban y el humanoide se movía más y más rápido. De entre los pliegues del kimono, desembainó un machete enorme que comenzó a agitar con violencia. Al compás que marcaba el cuchillo en el aire, el ser movía su cabellera rubia en círculos perfectos. Los pueblerinos entraban en éxtasis al escuchar los roces de la seda. Yo no podía más que observar absorto.
El humanoide amenazaba con el cuchillo a los presentes, que agachaban la cabeza vehementemente. A medida que pasaban los segundos, el frenesí de la música aumentaba. Los cabellos rubios flotaban en la danza, y así lo hacía también el kimono finamente fabricado, hasta que un golpe seco en los tambores indicó el final de la canción. El abrupto silencio marcó lo siguiente y el bello humanoide clavó el machete en sus propias entrañas, realizando un harakiri monstruoso.
Mi primera impresión fue levantarme, pero luego comprendí que la actuación no podía terminar así. Por mi mejilla corrieron algunas lágrimas y en mi corazón se sentían los murmullos que por tal hermosa criatura se estaban esparciendo. Uno de los sociólogos me miró con semblante serio y me tomó del brazo, obligándome a sentarme. Todo el mundo estaba expectante.
Un suave violín comenzó a sonar, generando misterio y ansiedad. Las cuerdas de un shamisen comenzaron una serie de notas tranquilizadoras. En el escenario ingresó una figura de baja estatura, casi desnuda, de contextura delgada. Llevaba medias de red y un corset de charol. Sus ojos despedían furia, cubiertos por una densa franja de maquillaje negro que atravesaba su cara de oreja a oreja. En sus manos llevaba bolas incandescentes que hacía girar en un maquínico malabar. Al llegar al cadáver del humanoide, las esferas de fuego permanecieron suspendidas mientras arrancaba el machete de su pecho. La sangre chorreaba del filo de la espada, manchando la fina seda del kimono rosa. Con un golpe seco, cortó en dos la máscara que cubría el rostro del hermoso ser, reiniciando el frenético ritmo de tambores y sintetizadores.
Tras los ojos de rendija y la sonrisa maléfica surgieron dos pares de pestañas larguísimas y una delicada boca roja. El cabello rubio y suave calló para dar lugar a un largo y esférico cráneo cubierto de fragmentos de espejo. Shiva era el nombre que los lugareños le habían puesto a tan preciosa criatura.
El harakiri ritual había cortado en dos el kimono, descubriendo la verdadera apariencia del humanoide. Shiva se levantó del suelo y arrancó los restos de seda de su cuerpo. Estaba cubierta de látex y cuero negro. Dos estrellas plateadas coronaban sus senos, que se marcaban con insistencia bajo el ajustado atuendo. Shiva extendió los brazos hacia la superficie y reanudó su danza.
El otro ser, mientras tanto, entregado nuevamente a la tarea de malabarismo ígneo, seguía los movimientos de Shiva como un esbirro. De tanto en tanto, tragaba una de las esferas para luego lanzar una enorme llamarada que el hermoso humanoide esquivaba con gracia y ritmo. El calor en la habitación aumentaba cada vez que aquellas lenguas de fuego eran escupidas de las fauces hediondas del esbirro.
Shiva danzaba con soltura. Sus brazos largos y delicados se movían con elegancia. Con sus botas eternas golpeaba la pequeña tarima que soportaba tal furia. La música marcaba los compases y Shiva los convertía en placer visual. La luz se reflejaba en los múltiples cristales de su cabeza, la cual movía con enérgica altivez.
Mi asombro crecía con cada segundo. Los pueblerinos se entregaban a la danza con devoción mística. Shiva danzaba y sus brazos y piernas se multiplicaban en los reflejos de su hermoso cráneo. Mi corazón suspiraba con emoción mientras el esbirro se lanzaba al piso para ser atacado por los filosos tacos de Shiva. De su boca asquerosa seguían brotando llamaradas furiosas y violentas. El Amor, el escurridizo y misterioso Amor acudía a mi pecho para punzarme desde dentro. Sólo tenía ojos para Shiva, ni para los cerebros de plasma flotando en una pantalla ni para el asqueroso intento de vino que yacía derramado sobre toda la mesa.
La música finalmente se detuvo en un estruendoso acorde final. El esbirro se hallaba completamente destrozado, humeando aún sus despojos. Shiva, convertida en divinidad, brillando como alguna virgencita, se esfumó en una densa nube de incienso.
Aquella noche dormí sólo dos horas, intentando recordar algo más de aquél rostro, algo más que unas pestañas infinitas y dos labios voluptuosos y carnosos, rojos como las cerezas. En sueños, una lengua de fuego surgió de esos labios y se convirtió en un triángulo.