15.6.11

Arsénico en la comida

Soñé que me envenenaba con arsénico. Me desperté con un renovado apego por la vida. Sentía el cuerpo pesado y una extrañeza que antes no estaba. Y es que la vida tiene peso. ¿Tendría el valor del suicidio? ¿De qué manera? ¿Con qué motivos?
Me había comido unas milanesas de berenjena. Una situación totalmente poco glamorosa. Una actitud completamente anti-dramática. ¡Quién lo diría! A mí, que me encanta el drama, yendo a la muerte mediante un plato de vegetariano. Hubiera (o hubiese) envenenado un pollo, al menos. Pero ahí estaba, engullendo con fiereza vegetales arseniosos. Apenas tragué el último bocado, corrí a la cama de mi madre como un niño que se asusta en la noche. Me había dado cuenta de que no tenía ganas de morir. ¿Por qué hacerlo? El arsénico ya corría en mi sangre y me desesperaba saberlo. Lloré, con fuerza, aferrándome a las sábanas de la cama materna. ¿Podría des-envenenarme?
Y así me levanté, en plena oscuridad habitacional, turbado. Había sido una pesadilla. ¿Pero había sido una pesadilla? No estaba sudoroso ni agitado. Estaba cómodo y resguardado por las frazadas. Mis piernas se sentían densas y sentía el cuerpo ajeno. No comprendía, no podía, que iba a morir. Mi ausencia, entre todos los demás, como una situación natural. Me pregunté si tenía algo pendiente. Nada parecía ser la respuesta. Me sorprendí de encontrarme planeando cosas para el futuro no muy lejano, semanas antes, pensando en semanas después. No tenía nada sentido. Si verdaderamente podía comer milanesas de berenjena con arsénico, voluntariamente, claramente no tenía nada que resolver. ¿Pero verdaderamente podía comer milanesas de berenjena con arsénico?
Un suicidio debería ser un salto hacia un vacío total. Debería ser un jalar del gatillo en la sien. Debería ser unas fuentes manantes de sangre en las muñecas. Así lo enseñaron. ¿Muerte por veneno? Pensé en Sócrates y la cicuta. ¿Dónde conseguir cicuta? En el parque. Es una hierba muy común. ¿Tomaría cicuta? Pero ya había elegido el arsénico. ¿Pero ya había elegido el arsénico? Sentía su gusto en la boca, amargo, pastoso. ¿A qué sabe el arsénico?
Un suicidio. Eso había soñado. Y era un día normal, cotidiano. Así empiezan los suicidios. Uno no se mata en el día más devastador de su vida. Todos los suicidios tendrían sentido, si no. Uno se despierta en un día como todos los demás. Elige una muerte y la ejecuta. '¡Era tan joven! ¡Y hoy lo vi pasar por la calle, tan tranquilo!'. Por supuesto, señora, así va la cosa. La oscuridad lo abraza a uno y ya no está más en la luz. Es simple, efectivo, poco engorroso. Todo lo demás es drama.
El suicida no tiene apego por la vida. Si pensamos en el suicidio como una situación extremadamente violenta y desgarradora, se debe al amor a la vida que tenemos. O más bien, al temor a la muerte que nos asecha constantemente. El suicida no teme a la muerte. Entiende que es cerrar los ojos y ahí termina todo. Soñé que era un suicida. Pero no.
Me aferré a las sábanas, dije, las de mi madre, lloroso. Al final, eran mis propias sábanas. Respirar me resultaba raro. Extrañeza. No había llegado a morir. Me desperté antes de soñar la muerte. ¿Cómo hubiera (o hubiese) sido? La veía venir, la exageraba. Ejecuté una muerte como un suicida. Pero me comporté como un cobarde. Si uno salta salta al vacío total no se arrepiente. Si uno jala del gatillo no se arrepiente. No tiene tiempo para arrepentirse. ¿Y la sangre en las muñecas? La cité para agregar un efecto dramático, claro está: no hay mayor posibilidad de arrepentimiento que cortarse a uno mismo. Sin sangre no hay drama, no hay glamour, no hay exageración. ¿Y en un mero segundo? El suicida no se arrepiente, dije. Yo había sido un suicida. Pero no.
Sentía el cuerpo ajeno, dije. Cómo no hacerlo. Había sido suicida, había renunciado a mi cuerpo. Eso ya lo había aceptado. Pero no. No quería hacerlo. Me arrepentí. Con el veneno es así la cosa. Es sentarse a esperar que la santa porquería surta efecto. Y yo soy muy ansioso como para esperar. A Sócrates le habían pedido que, después de tomar la cicuta, caminara (o caminase) hasta que la santa porquería surta efecto. Le pesaron los pies y le pidieron que se recueste a aguardar que la parálisis le llegue al pecho. Por suerte las consecuencias eran casi instantáneas. E incluso le dan tiempo a uno para despedirse. Yo estaba en cualquier parte, solo, comiendo milanesas de berenjena con arsénico (¡y ni siquiera me gustan tanto las milanesas de berenjena!).
El veneno es una espera. Una espera desesperante. La próxima, al menos, voy a intentar envenenarme sin saberlo.

8.6.11

Y se hizo la luz

Un día resolví reorganizar mi vida radicalmente. Dormir temprano, comer más sano, ser más responsable, ver menos tele, usar el tiempo para cosas importantes, ahorrar la plata, llamar a los amigos que tengo abandonados, ser condescendiente con la familia, hacer ejercicio, respetar a mis mayores, cepillarme los dientes todos los días, preocuparse por la política.
A uno le encantaría, no hay lugar a duda, se sentiría más bueno, si se quiere. El problema es que 'resolver' no implica necesariamente 'llevar adelante', y que 'resolver' lleva adelante a la meditación que lo encierra a uno en la paradoja laberíntica cuántica en la que se da cuenta de que todas esas cosas que a uno lo harían sentir buena persona son tediosas, malolientes y para nada copadas.

7.6.11

Sube. Baja. Se retuerce. Escucha con atención las palabras que categorizan sus movimientos.
Padece. Accede. Se entrega. Sintetiza y bombea escudriñosamente a cada uno de sus recovecos.
No se detiene y avanza decidido, ciegamente, con los ojos vendados y vidriosos, cada vez más, más al fondo, más a la extrañeza de la nada, hacia una nada que no le pertenece.

Se paraliza ante una mirada, ajena, entrañable, manipuladora. No sabe qué hacer. Se acelera, lo reconoce. Se acelera más al hacerlo. Sangra. Se detiene. Avanza con más decisión.

No reflexiona. Se enrojece. Se enfurece. Explota en un mar de ansiedad, en oleadas de calor y frío.
Se martiriza. Asciende. Desciende. Agiliza su paso y no esquiva las vicisitudes de su naturaleza.
No escatima. No atesora. Ofrece. Se constriñe majestuosamente frente a lo sublime, a lo universal, a la inmensidad de un océano, de una planicie, de un cielo espejado de estrellas.

Se sobresalta ante la inminencia, lo desconocido, la muerte y sus secuaces, ante la noche, el sueño y las tinieblas. Se empequeñece tímidamente. Solloza. Se entristece. Niega con temor su propia ausencia.

No comprende. No se entiende. No quiere. No le interesa.
Siente. Vive. Se incendia.
Se aferra. No suelta. No lo permite. No se aleja.
Se lastima. Se hunde. Olvida.