24.3.11

Arma virumque cano Troiae qui primus ab oris
Canto. Sí, canto. En un festejo épico y militar de la exacerbación romana. Por eso canto a las armas, a las mortíferas mensajeras de Marte, insignias de la virtud guerrera, despilfarradoras de sangre que a tantos han precipitado al averno -y a tantos más habrán de cerrar los ojos, cosechando almas para la sedienta Estigia; y el canto sonará, y correrá la tinta en lo sucesivo, y así también correrá la sangre causada por las armas. Y aquella virtud guerrera no es sola, pues no hay virtud sin virtuoso, y no hay arma sin portador. Canto también al hombre, firme y dispuesto, troyano de padre, divino en su origen, al que la fortuna favoreció con tremendas dotes, bello de rostro y fervoroso en su espíritu. Canto su bravura y su orgulloso linaje, celebrando en su gloria las innumerables guerras y matanzas que viajan en su sombra, sombra gigante por demás, que oscurece al mismísimo Sol en su brillo y proyecta su figura por vastos mares y continentes a medida que su fama navega sobrevolando las costas del mundo. Y atrás deja las orillas de Troya, ardiendo en sus murallas otrora impenetrables, destruidas por mano propia y por el orgulloso frenesí de la paz obtenida. Huyen despavoridas las almas de la inquebrantable Ilión, gritando sus sufrimientos, su desdicha generada por ingenios griegos. Cantan ensangrentadas los infortunios y reveses de su pueblo, pues toda victoria es un martirio; cantan las armas aqueas de sus asesinos; cantan, al fin, a la mujer, la fértil en desgracias, la raptada como premio en la Hélade guerrera. Impía, impudorosa, incontinente, Helena, belleza divina, destino nefasto, se alza imponente entre las infames féminas reclamando el trono. Y el coro de almas la señala, siempre a la mujer, que cargará con el peso de la vida, suya y ajena, por su naturaleza intempestiva e incontrolable, y nunca con algún honor que dignifique su existencia. Porque no hay que confiar en las mujeres, objetos de deseo y lujuria y desenfreno, pues las ménades también eran mujeres, y Medea y Pasífae y Clitemnestra y la desgraciada Fedra. Sus dulces manos se hayan cubiertas de sangre y pasión, y en sus pechos henchidos de descontrol llevan el fuego en el que arderá finalmente la civilización. Atrás, con Troya, quedarán ellas, volubles seres que abrieron la caja y desataron mil infiernos, volviéndose bestias furibundas. Su destino está unido a la destrucción y la paz la traerá el varón. Por eso canto al hombre y sus armas, la gloria estoica de la serenidad y templanza, la firme convicción de que el gran varón, con sus virtudes y arrojos, desterrará finalmente de la Tierra a los vástagos de semejante furor. ¡Atrás, Equidna, atrás, Harpías, atrás, Escila! ¡Monstruosas figuras de la más pura femeneidad! Y con ellas la Esfinge y las Gorgonas y las desagradables Grayas. ¡Ardan! ¡Ardan en su Troya condenada desde la fundación a perecer por manos de mujer! La funesta Juno ha encendido el fuego y en él se quemarán también las Troyanas en su más hondo sufrimiento. ¡Arderán todas juntas, por su espíritu indomable! Salvajes gritos agudos surgen de sus gargantas y rugen furiosas como leonas. ¡Atrás, os digo! ¡En Troya quedarán! Estiran sus garras y con fiera algarabía intentan aferrarse a la locura indómita que en sus corazones atesoran. ¡El deseo, el deseo las controla! Divinas, monstruosas y humanas, todas juntas, en montón, se apiñan unas a otras y se entregan a las llamas de la ciudad de Dárdano. ¡Atrás, atrás quedarán! Eneas se aleja de ellas, ciego a sus cantos de sirena, pues el único canto que escucha es el propio, el que yo canto, el canto de las armas y el varón, y la gloria y la guerra y los infortunios de la muerte. Las mujeres, todas ellas, se queman estrepitosamente en las hogueras del pasado, pues no hay lugar para las mujeres entre las armas y los hombres.