29.2.08

Elefantes (III)

A las dos horas y algo, me desperté por el ruido inconfundible del cubierto contra la porcelana. Estarían poniendo la mesa, supuse. Me di vuelta y vi la cama de Laura, vacía y deshecha. Me levanté y me agarré la cabeza. Todavía me costaba abrir los ojos del sueño que tenía. Sentía el cerebro pesado y los sentidos entumecidos.
Tocaron la puerta; era para avisarme que ya estaba la comida. Me puse de pie y me dirigí al baño. En el pasillo me encontré con la espalda de alguien -no pude distinguir quién- que bajaba las escaleras.
Entré y me mojé la cara. Me miré en el espejo y ya no sentía esa repugnancia de la noche anterior. Ahora estaba orgulloso y me vi completamente cambiado. Nunca antes había intentado defender lo que me importaba. Quizás, si todo salía bien, lo comenzaría a hacer, a defenderme de las injusticias de la vida humana.
Salí y bajé las escaleras. Fui hasta la cocina atravesando el living. Al entrar, todos se dieron vuelta y me miraron. El tiempo se detuvo un momento para hacerme sentir aquella situación un poco más incómoda. No faltaba nadie. Una oleada de ojos me cubrió por completo y no pude mover un músculo. Sabía que esto habría de suceder: Carolina con cara sombría, Pablo sorprendido detrás de la puerta de la heladera; y sí, ahí sentado, Julián, con el rostro amargado y el ojo morado. Lentamente ingresé en la habitación parra quebrar la indignación general. Ya no me importaba lo que pensaran.
- Podrías haberte puesto pantalones, mínimo...
La clara voz de Laura, que estaba calentando agua en la hornalla, me hizo dar cuenta de todo. Me había olvidado de vestirme en el apuro de bajar y sólo llevaba puestos los calzoncillos. Me sonrojé levemente y pude ver un esbozo de sonrisa en todas las bocas, exceptuando la de Julián.
Me senté a la mesa. Ya habían acomodado los cubiertos y habían puesto dos fuentones en el centro. Carolina había preparado milanesas con puré -era su turno de cocinar.
A nivel culinario, esas vacaciones no habían estado para nada mal: todos los días nos dábamos verdaderos banquetes y hasta disfrutábamos de postre. Todo porque el alquiler nos había salido bastante barato, y con un poco de esfuerzo durante el año, ese verano pudimos disfrutar muchísimo más -quitando de lado ciertos inconvenientes que en ese momento ya no me importaban.
Podía ver, por el rabillo del ojo, la cara disconforme de Julián: Tenía todo el costado izquierdo hinchado y amoratado. Con las manos puestas a modo de camastro para la cabeza, se balanceaba, casi imperceptiblemente, hacia adelante y atrás; y con el pie inquieto, daba a entender lo molesta que le resultaba la situación.
Pablo se acercó a la mesa para servir. Como siempre, su plato fue el primero en estar lleno. Uno a uno, nos fue acercando las milanesas para que comiéramos. Pude notar en su mirada algo de sonrisa, un gesto de contención de carcajada, como si en cualquier momento la fuera a vomitar. Me miraba y su cuerpo generaba un esfuerzo. Al final, no pudo más:
- Che... Qué noche la de anoche, ¿no? Je.
El efecto no tardó en llegar.
Carolina lo golpeó en el brazo mientras él se reía. Laura se tapó la cara de vergüenza y yo no me atreví a hacer más que mirar la escena estupefacto.
Julián, a todo eso, se levantó y se fue.
Las siguientes palabras provinieron de la boca de Carolina, y fueron para Pablo:
- Sos un imbécil...

21.2.08

Elefantes (II)

Los caminos de la costa siempre me parecieron calamitosos; tantas subidas y bajadas, y la insoportable piedrecilla que de una u otra manera terminaba dentro de mis zapatos. Así fueron unas quince cuadras, interminables, infranqueables, hasta la funesta casa que estábamos habitando.
Entré con cuidado. Sabía que la puerta chirriaba, así que procuré ahogar el sonido para evitar que se despierte alguien. Afuera ya brillaba el sol; serían las diez y pico.
Me quedé parado un rato en el living. Miré todos esos muebles, tan soso y desgastados, típicos de alquiler. Podría oler todavía la sal en el ambiente. La habitación me resultó, de repente, repugnante. Tranquilamente podía ir hasta mi dormitorio, armar mi bolso y largarme de ahí. Nadie se enteraría; sólo desaparecería y estaría tranquilo en casa, lejos de todos ellos.
Sí, necesitaba alejarme, sentirme solo, en soledad como en la playa esa madrugada. Comencé a subir los escalones que llevaban al piso de arriba. En mi cabeza giraban todas las cosas que no debía olvidar llevar: las medias en el tender, mi shampoo, las sábanas... Entré con cuidado en el cuarto. Laura dormía en su cama, con la cara hacia la pared. Abrí el armario y junté toda mi ropa. La tiré sobre mi colchón y fui a buscar el bolso que estaba debajo de la cama de Laura.
- ¿Qué hacés? - Se había despertado en algún momento mientras yo buscaba mis cosas. Tenía sus ojos clavados en los míos, esos ojos grandes y marrones, profundos. El silencio que separaba la pregunta de la respuesta parecía infinito.
- Me voy.
Laura se quedó mirándome, callada, expectante. Tomé el bolso y empecé a guardar todo en su interior. Podía sentir sus ojos clavados en mi nuca, pero no con dolor, sino como incomodidad. Sabía que, más que nadie, ella me entendía. Continué con la tarea minuciosamente.
Luego de unos minutos, cerré el bolso de un tirón. El sonido inconfundible del cierre relámpago resonó en la habitación. Respiré. Tomé el bulto y me dirigí hacia la puerta. Antes de salir me volví para ver a Laura. Su rostro se había mantenido impacible. Nos quedamos así, en silencio total, durante un minuto entero, como por respeto solemne. Luego, simplemente me marché.
Los pies me pesaban, pero caminé todo el recorrido del pasillo. Comencé a bajar los escalones, uno por uno. Todos seguían durmiendo: lógico, un grupo de jóvenes de vacaciones no harían menos. Llegué al rellano y me miré en el espejo con el bolso. Qué imagen patética... Irme por una pelea. Claro, todo sería incómodo luego, pero las aguas se calmarían.
El tiempo parecía no pasar mientras yo estuviera allí plantado, con la mirada perdida en mi reflejo. Una voz en mi interior me decía que me marchara pero algo me retenía, algo invisible y poderoso.
Una gota de sudor me recorrió toda la cara, desde la sien hasta el mentón. Dejó un camino húmedo que me refrescó la mejilla, despertándome de aquella reflexión sin pies ni cabeza. Reanudé mi partida, más decidido aún, como una locomotora fuera de control.
Al abrir la puerta, me volteé para encontrarme con el desabrido living vacacional. Una brisa costera me pegó en la nuca y me hizo pensar en los elefantes. Sólo tres días en tierra... La ironía residía en que me quedaban tres días más allí, nada más.
Cerré los ojos y me vi gigante, inmenso, pisoteando el suelo y haciéndolo más compacto todavía. En mis pensamientos apareció una mirada; una mirada de ojos grandes y marrones y profundos. Sí, por ella sería un elefante. La defendería con mi marfil y habitaría la tierra pestilente y corrompida durante tres días. Sólo por ella, y nada más.
Cerré la puerta y volví a trepar la escalinata.
Al abrir la puerta nuevamente, me encontré con sus ojos gigantes, inalterados todavía. Deposité mi bolso en la cama y le hice un gesto de silencio con las manos. Ella me sonrió y se volvió a dormir.

16.2.08

Elefantes (I)

El alba se reflejaba sobre el lomo mojado de los elefantes, mostrándome una imagen de la cual me habían contado mucho, pero que jamás había tenido el agrado de disfrutar. Era una escena tranquilizadora. Es más, nunca antes me había sentido digno de percibir tal paz. Los granos de arena rodaban suavemente unos sobre otros, provocando microscópicas avalanchas en los médanos, y su leve sonido, casi imperceptible, formaba una sinfonía susurrante que envolvía a la playa entera.
Sólo me atuve a observar el horizonte y entrecerrar los ojos, disfrutando de los primeros rayos del día. Suspiré profundamente; la soledad me hacía suspirar. Sin embargo, no pude casi sentir la congoja en el pecho. Supuse que el océano tenía algo que ver. Siempre pensé al agua como un elemento noble, sanador, que rodea las heridas y las cauteriza lentamente, sin dolor, purificando la ponzoña, limpiando la corrupción virulenta.. Podía oler la sal en el aire, invadiendo mi nariz y mis pulmones, secando mi piel bajo ese sol matinal.
Sí, esa era la soledad; aquella soledad sana que buscan los profetas antes de revelarse al mundo, no la que estriñe el pecho con una fuerte correa de púas.
Volví a abrir mis ojos y miré nuevamente a la manada de elefantes. Qué bellos animales... Aquellas gruesas pieles, más duras que el plástico, y aquellos imponentes colmillos, conjunto a su enormidad titánica, les daban un aspecto particularmente intimidante, pero yo conocía algo de los elefantes, y sabía que tras su monstruosa brutalidad se escondían corazones inofensivos.
De pequeño me divertía hojeando los libros de Biología de mi abuelo, en especial por las llamativas ilustraciones y las coloridas fotografías. Todavía recuerdo haber leído, años después, luego de la ardua tarea de aprender a leer, sobre los hábitos migratorios de estos gigantes grises en un libro particularmente pesado. Jamás sabré qué fue lo que me llevó entonces a hundir mis narices en aquellas páginas, tan ajenas a mi entendimiento, pero sus palabras habrían quedado en mi cabeza como grabadas en metal al rojo vivo.
Los elefantes pasan sólo tres días del año en tierra, y lo hácen únicamente para templar sus cuerpos luego de la migración desde aguas más frías. Y es que, a comienzos del otoño, manadas de elefantes marchan por el lecho marino desde el sur hacia el norte para escapar de la incomodidad invernal. También había aprendido algo sobre su alimentación y reproducción, pero no sé por qué no recuerdo más que breves destellos de información.
Allí estaban ellos, en el amanecer de su tercer día en la tierra, y ya la estaban volviendo a abandonar. Ver sus cabezas sumergirse en el oleaje me dio algo de envidia... Si tan sólo fuese así de fácil, si tan sólo pudiese desprenderme de la tierra y de las preocupacions que hay sobre ella y rodearme de agua para curarme... Pero no soy un elefante, y este parece ser un beneficio exclusivo para ellos.
El silecio marino se vio quebrado por un grotesco trueno. Hacia el este se podía ver cómo un grupo inmenso de nubes grises se acercaba, acompañando al sol a modo de cortejo solemne. Me levanté y estiré mis piernas. Tenía arena sobre la ropa, la cual sacudí. Es increíble cómo el viento obra tan silenciosamente para hacernos desaparecer bajo un manto térreo. Si nos quedáramos completamente quietos, y con el tiempo suficiente, apuesto a que estaríamos todos enterrados.
Miré la hora: ya eran casi las ocho. En momentos todos se despertarían y descubrirían que yo no estaba. Comencé a marchar sobre ese colchón arenoso para llegar al camino. Había varios fragmentos de mejillones porque me encontraba relativamente cerca del faro. Nunca entendí por qué los mejillones tenáin la manía de aparecer por allí. Freud diría que por una adoración al falo o algo por el estilo...
Al llegar nuevamente a la carretera, me volví para contemplar la marcha de los paquidermos. De ellos tan sólo se vislumbraban las coronillas y los lomos sobresaliendo del agitado mar. Las nubes ya habían cubierto el sol, por lo que su reflejo no se veía más sobre sus pieles. Al rato, se supergieron del todo. No pude más que desear que, al año entrante, los volviera a ver.

9.2.08

Abrí los ojos y descrubrí que todo había sido un sueño, una ilusión onírica que tan sólo se dedicó a juguetear con la inocencia que me caracteriza. Y al despertar lloré carmesí, porque la inútil esperanza que habita dentro de mis costillas se había convertido en una letal esfera cubierta de navajas. Así, tajeado en mi interior, debí levantarme, debí afrontar la falsedad de que alguna chance pudiera ser la chispa que reavivara el fuego, y quizás no me sintiera envuelto en una gruesa capa de nieve y cristal. Quién extirpara estas torturas de mí, quién cosiera los estigmas que sangran, quién rompiera el iluso vidrio que deforma mi realidad, convirtiéndola en esferas de navajas y esperanzas y lágrimas carmesí.