5.7.10

Hoy

Son días como éste en los que deseo que suceda un cataclismo biológico en la Tierra y todos se transformen en zombies come-hombres.

Son días como éste en los que me encantaría tener un perro enorme y bruto con el cual dormir la siesta todo el día.

Son días como éste en los que comprendo la última cena (irónicamente).

Son días como éste en los que escuchar canciones tristes no alcanza para comprender lo que pasa en mi interior.

Son días como éste en los que comer chocolate y caminar por la ciudad son un remedio muy y poco sano.

Son días como éste en los que la significación de la unión del significado y el significante se resignifica para significar una cosa totalmente distinta que te hace dar cuenta que está todo patas parriba.

Son días como éste en los que agradezco que no entre nadie a mi blog.

Son días como éste en los que lo difícil no es que la voz interna se calle, sino que diga algo coherente.

Son días como éste en los que siento que la cadencia de tragedias y comedias se confunde en una escala menor.

Son días como éste en los que sonreirle a la gente en la calle se dificulta más que de costumbre.

Son días como éste en los que agradezco tener amigos tan lindos.

Son días como éste en los que anochece más temprano y el sol bien podría no salir al siguiente.

Son días como éste en los que la comida llena pero no sabe.

Son días como éste en los que Andrea Del Boca no resulta tan exagerada.

Son días como éste en los que te quiero (mucho) (poquito) (nada).

Son días como éste en los que bien podría desaparecer en un mar de lágrimas.

Son días como éste en los que duele ser humano.

3.7.10

Otra de vampiros

Así comienza nuestra historia, la de Sheila, una muchacha incomprendida por demás, que no encaja en la sociedad por un secreto inmemoriable, signada por la tragedia desde esa noche en la que la sangre dejó de correr por sus venas y comenzó a chorrear por sus labios.
Criatura de la noche, insaciable por naturaleza, despojada de cualquier rastro de alma. Sheila se asoma luna tras luna de su ataúd, en el cual dormita semi viva, semi muerta, para rememorar un vestigio de sueño que ya no visita su morada, para sentirse humana aunque sea durante el día, para olvidar su condición monstruosa.
Y la situación no alcanza para la Fortuna, que no contenta con dejarla al margen de la muerte, la travistió de la peor manera, con zapatos de tacón y una pollera recortada, con una peluca maltrecha y un pene entre las piernas. Así vivía Sheila, a lo largo de su eternidad, desgraciada doblemente por necesidades escabrosas y un cuerpo que no le pertenecía.
Pobre, pobre Sheila, que no suficiente con soportar la persecución de ajo, cruces y estacas, la sociedad la deja de lado por sentirse una dama, por celebrar noche tras noche la elección de su desacierto al nacer.
Las curvas le sientan bien, he de decir, pero la desprecian por demás al sentir su hombría, al manosear vilmente el secreto que lleva consigo. Y no duran, los desgraciados, que descubren su doble naturaleza y fallecen al instante, porque Sheila se alimenta de sus cuellos indefensos. Ella llora mientras chupa, llora sola y abandonada. La manada la ha abandonado cuando por primera vez usara un vestido, cuando, tras siglos de penuria, su corazón yaciera inerte en un cuerpo que la hiciera completa. Ella chupa sola sangre de desaventurados que la maltratan, que la insultan, que abusan de ella. Las lágrimas bañan los cuerpos y le corren el maquillaje, aquel que con tanto esmero se aplicara al ponerse el sol.
¿Quién querrá a la pobre Sheila? ¿Quién podrá amarla alguna vez? La noche cae y ella sale, sabiendo que el trabajo espera, que la sangre brota y que el amor no aparece. Se alisa el vestido una vez más y se acomoda la peluca. Es bella, sin embargo, y su mirada deslumbra a quien se atreva a mirarla a los ojos. Un suspiro y vuelve al ruedo, nuevamente, a la búsqueda de algún auto que ofrezca a llevarla, un joven, espera, que la abrace y la acaricie y la lleve al cementerio al clarecer el cielo. Pero la historia se repite y maduros y camioneros la levantan sin cariño, perdiendo la sangre en sus labios y la vida en un orgasmo. Se lamenta, nuevamente, y los años pasan voraces sin que se traduzcan en alguna línea en su rostro, níveo y claro como el mármol, impacible como el mar.
Sheila se levanta una vez más y espera al costado de una ruta abandonada, sucumbiendo a la desesperación y borrando un rastro sangriento tras una capa de rouge intenso. Dos luces aparecen en una colina, donde el camino desaparece en la penumbra de la noche, y se acercan descendiendo la velocidad hasta donde ella se encuentra. Ella sonríe y se acerca a la ventana. Es un jovenzuelo campesino, inocente e inexperto, que ofrece llevarla a donde ella quiera. Pareciera que la vida da un vuelco en su pecho, pero ella, reina nocturna, rechaza su oferta: la longevidad le ha dado situaciones y dolores. Él insiste e insiste, sonriendo y suplicando. Sheila gira y se aleja, haciendo ruido con sus tacos sobre el pavimento resquebrajado de la ruta. Él se baja y la persigue. Sin palabras, Sheila se da vuelta y levanta su pollera, aquella que recortara noches atrás para mostrar más las piernas, y muestra con majestuosidad su virilidad alumbrada por los faroles del furgón estacionado. Mira con desdén un punto fijo en la noche, con una lágrima pendiendo de un ojo, esperando que el muchacho la golpeara y falleciera tras su mordida letal. Él se acerca a ella y con la mano desnuda le acaricia la desgracia. Sheila no comprende, se siente extraña en ese cuerpo que ahora se siente amado. Él viste sus partes nuevamente y le roza el rostro con delicadeza.
- ¿Subís?
Algo siente Sheila, doblemente desgraciada, algo nuevo que mueve en su interior un calor ya olvidado, mientras el muchacho dulcemente la besa y le dice cuánto la ama. Algo siente esa noche, mientras saborea con cariño el cuello de un joven que pensó que era sólo una travesti la que subía a su furgón.