3.10.08

Erizos (V)

Pasaron los días y yo continuaba internado. Mi madre, Julián, Laura, Carolina, Pablo, mi hermano, mi padre, tíos, tías y primos. Todos me visitaron, y todos trajeron noticias diversas.
Por mi madre me enteré que tanto Julián como Laura habían estado turnándose para quedarse conmigo por las noches, por si me llegaba a despertar. Ambos habían ayudado mucho, trayéndole comida a ella día por medio. Obviamente, también me explicó con mucho detalle cómo ella jamás se había movido de mi lado - excepto para ir al baño, y cómo me leía cosas y me ponía música que me agradara... Supuse que se la había pasado durmiendo la siesta y, cada tanto, poniendo boleros en la radio. Y ella sabía muy bien cómo detesto los boleros.
Julián y Laura se habían reconciliado. Me contaron que tuvieron largas conversaciones mientras me cuidaban, que Julián se disculpó y le explicó su situación, que Laura se sintió aliviada de saberse fuera de peligro. Pude ver, cuando pasaron a visitarme, que Julián parecía rejuvenecido. No supe especificar si era por verse librado de ciertas intrigas o por el golpe que le había dado. Laura, por su parte, había vuelto a ser esa alegre y arrogante joven que tanto conocía.
La noticia que más me sorprendió, sin embargo, me la trajo Pablo. Él y yo estudiábamos juntos en la facultad y, ese verano, a la vuelta del viaje, íbamos a rendir un gran examen final. Según me contó, los profesores de la materia, enterados de lo que me había sucedido, habían decidido postergar la fecha indefinidamente hasta que me encontrase bien. Una decisión increíble, realmente, viniendo de parte de los despiadados catedráticos de Arquitectura. Pablo no paraba de sonreír al contarme estas cosas.
La monotonía de la rutina de enfermo me estaba matando poco a poco. Y para aumentar mi infortunio, aconteció la llegada de Hilda a mi vida.
Nuestro primer encuentro no fue para nada grato. Horas después de mi primera extracción de sangre (en estado de conciencia, pues supongo me habrán sacado sangre más de una vez estando yo dormido), entró violentamente a mi habitación una robusta y aguerrida enfermera clamando a los cielos:
- ¡Mal, mal, mal! ¡Todo mal!
Mi sorpresa, por entonces, era inigualable: estando relajado en mi cama, la aparición de semejante marimacho no hizo más que sobresaltarme y obligarme a erguirme inmediatamente.
- ¡Usted no hizo caso! ¡Le dijimos "ayuno total" y usted no hizo caso!
Estaba absorto escuchando a la mujer. Su voz era tanto o más grave que la mía. El pelo platinado y bien bien cortito la convertían, junto a sus facciones y maneras brutas, en un individuo mucho más masculino que cualquier médico del hospital. Inclusive, se asemejaba más a un hombre travestido que a otra cosa.
- ¿Me está escuchando?
- ¿Eh? ¿Qué? ¡No! ¡No comí nada! ¡Me estuve muriendo de hambre toda la noche!
- No mienta, ¿quiere? Ahora, coma rápido y después nada más hasta mañana, que le vamos a hacer el examen de nuevo. Increíble...
- ¡Pero, tiene que haber un error! ¡Yo no comí nada!
La inmensa enfermera se dio vuelta y me miró con desprecio. Su cara estaba mal cubierta de muchas tonalidades de maquillaje. Me dijo entre dientes:
- Mire... Encima que nos preocupamos por usted, no hace caso y hace lo que se le da la gana. ¿Quiere que hagamos lo que se nos da la gana? ¡Si quiero, lo pincho, eh!
- ¡Bueno, bueno, tranquila!
La mujer bufó y se fue maldiciendo. En el aire quedó flotando una tensión casi palpable. La detesté profundamente; a ella, como monstruo de la creación, y a su impertinente y resentida manera de tratarme.
Al día siguiente, me enteré que habían etiquetado mal las muestras de sangre y que la mía estaba correcta. Todo había sido un malentendido. Incluso, me informaron que muy pronto me iría de ahí. Claro está, todo esto lo supe de boca de otra enfermera, pues Hilda jamás se acercó a mi habitación a disculparse. Al contrario, su actitud siguió siendo siempre la misma, la de un simio amaestrado.
- Levante el brazo...
- Orine aquí...
- No tome nada en las próximas horas...
- Estas pastillas. Ahora...
- Cállese la boca...
Su vocabulario monosilábico me tenía harto. Yo obedecía para irme lo antes posible, pero al final de cuentas, sus órdenes secas y brutas terminaron convirtiéndose en otra de las numerosas rutinas del hospital. Llegué a pensar que eventualmente extrañaría ver su cabeza de gorila oxigenado.