10.11.10

Glosas I

"Ya la siguiente aurora iluminaba la tierra con la antorcha febea y había ahuyentado del polo las húmedas sombras, cuando delirante Dido habló en estos términos a su hermana, que no tiene con ella más que un alma y una voluntad:
'Ana, hermana mía, ¿qué desvelos son éstos, que me suspenden y aterran? ¿Quién es ese nuevo huésped que ha entrado en nuestra morada? ¡Qué gallarda presencia la suya! ¡Cuán valiente, cuán generoso y esforzado! Creo en verdad, y no es vana ilusión, que es del linaje de los dioses. El temor vende a los flacos pechos; pero él, ¡por cuáles duros destinos no ha sido probado! ¡Qué terribles guerras nos ha referido! ¡Si no llevase en mi ánimo la firme e inmutable resolución de no unirme a hombre alguno con el lazo conyugal desde que la muerte dejó cruelmente burlado mi primer amor; si no me inspirasen un invencible hastío el tálamo y las teas nupciales, acaso sucumbiría a esta sola flaqueza! Te lo confieso, hermana; desde la muerte de mi desventurado esposo Siqueo, desde que un cruel fratricidio regó de sangre nuestros penates, ése solo ha agitado mis sentidos y hecho titubear mi conturbado espíritu; reconozco los vestigios del antiguo fuego; pero quiero que se abran para mí los abismos de la tierra, o que el Padre omnipotente me lance con su rayo a la mansión de las sombras, de las pálidas sombras del Erebo y a la profunda noche, ¡oh pudor!, antes de que yo te viole o de que infrinja tus leyes. Aquel que me unió a sí el primero, aquél que se llevó mis amores: téngalos siempre él y guárdelos en el sepulcro.'
Dijo, y un raudal de llanto inundó su pecho."

Publio Virgilio Marón - Eneida

8.11.10

bajo el frío, bajo la noche

sábanas tan frías en la noche
bajo el viento, bajo la luna,
bajo la fútil mirada de dios;
y mi cuerpo, inerte,
entregado al olvido del calor de tu cuerpo.

sábanas tan frías en la noche
que un alma dulce y cálida,
tras la promesa de buenas intenciones,
se encargara de abrigar con besos,
caricias, abrazos y sonrisas.

sábanas tan frías en la noche,
porque en la ausencia de una presencia
vuelven a acartonarse con suspiros anhelantes;
tórnanse salvajes recordatorios de una soledad,
inminente y suspensiva, constante y venidera;
un símbolo presente de un pasado que no llegará
y que grita solemnemente que no estás.

28.10.10

El mito del origen del amor

Oscuridad surge entre dos cuerpos ansiosos y faltos de esperanzas. Oscuridad navega a través de la sala espaciosa repleta de almas expectantes. Un roce, un mero toque de pieles temblorosas.

El roce se convierte en golpeteo delicado. Un dedo se asoma por la penumbra y trepa investigador sobre el monte de su mano. Acaricia, arremete y se aleja avergonzado por hallarse aventuroso en una misión de extremo peligro. El deseo palpita subconscientemente en la penumbra de la oscuridad anegada de luces. El roce continúa con misterio ambivalente.

Otro dedo responde al golpeteo devenido de la incursión desesperada. La esperanza se transforma en la tranquilidad de un cuerpo. El dedo recorre minuciosamente el costado de su mano y, tímidamente, invita a la reunión que el deseo oculta en la oscuridad que navega entre sus esperanzas.

El hiato se hace presente. El roce se detiene y se convierte en mero contacto de los cuerpos inmersos en oscuridad y titilancias. La esperanza, el deseo y la tranquilidad se paralizan en los segundos de silencio que impone la ansiedad. Y vuelve el dedo a trepar, decidido, sobre el lomo de esa bestia hermosa y deseada, la mano de un cuerpo que tiembla expectante en su asiento.

Estalla una seguridad antes ausente, un surgimiento de firmeza y decisión, la mismísima expresión del deseo que se vuelve ansiosamente una pulsión de voluntad. El cuerpo se manifiesta en la caricia más tierna de la Tierra. El cuerpo recibe la sensación de ser deseado. Al dedo lo acompañan sus hermanos y dominan por completo la ferocidad de su mano anhelante de cariño, cubiertos bajo el manto de oscuridad que mantiene el juego oculto del resto del mundo.

La mano reacciona bajo el peso de la presencia de una caricia. Tiembla en felicidad, rodeada de luces que arden tenuemente. El deseo se difumina en la tranquilidad que da una esperanza concretada. Los cuerpos se agitan en la oscuridad, disparados por sus anhelos. La mano se tuerce y se entrega al abrazo que le ofrecen cinco dedos y una palma sobre ella. Los dedos se entrelazan en un nudo asfixiante. La fuerza y la tensión varían con los segundos.

Dos manos se funden en una sola. Quedan los cuerpos, deseosos, unidos como siameses, rodeados de oscuridad que asegura el silencio del secreto. Transpira una mano, tiembla la otra, y su mezcla traduce la felicidad que corre por brazos y piernas de almas condenadas a amarse.

Un cuerpo se inclina sobre el otro. Las manos se sueltan, ligeras y apresuradas, nerviosas de un nuevo deseo que se cierne oculto en el subconsciente de la oscuridad titilante. Se abren los labios y sueltan palabras jocosas, de simpatía tranquilizadora y a la vez insatisfactoria. El hiato resurge, misterioso, entre las luces que iluminan sus caras. Una sonríe pícara, la otra sólo por conformar las circunstancias. Las manos libres, solas, abandonadas en el reposo mortuorio del silencio.

Un cuerpo vuelve a inclinarse sobre el otro. Los ojos fijos en la mirada, la respiración atenta a no perturbar la esperanzadora falta de palabras. Los labios se abren y ya no dicen nada. Los cuerpos se hacen uno en un beso sobrecogedor. La oscuridad, las luces, las esperanzas, los anhelos, las ansias, el silencio, el deseo y el subconsciente; todos estallan para desaparecer. Nada queda más que un beso, ese beso que surgió de la noche de esa habitación y que iluminó cada centímetro de desilusión en los cuerpos. El tiempo se fragmenta en trozos cada vez más pequeños para alargar ese beso, que mezcla la ternura y el deseo, esperanza y desconcierto, ansiedad y tranquilidad.

Sinuosamente los dedos recorren sobre la luz vertida en el rostro que surge en la oscuridad que cubre los cuerpos y los oculta. En un roce, similar al de un principio inmemorable, dibuja sobre los labios una sonrisa.

Oscuridad desaparece entre las luces que dan fin a una historia. Los cuerpos permanecen y, sobre sus caras, las sonrisas se perpetúan.

12.8.10

Κατάβασις

Somos seres enteléquicos que habitan el aire,
seres que confían ciegamente en el destino,
seres que colisionan en la red de designios divinos,
seres que andan ciegos por el universo,
que iluminan intermitentemente la vida de otros seres,
que naufragan en la fatalidad de las tragedias;
seres que reniegan del azar que rige los giros del mundo,
seres que vanaglorian un plan forzado antaño,
que maniobran su existencia por los sinuosos caminos del ser,
que interrumpen con voluble obediencia los hilos de la causalidad;
seres que cantan corales a la divina providencia,
seres ilusos por la manifestación de la mano invisible,
seres pútridos de inocencia blanca y pura,
seres bondadosos que apuñalan la vulnerabilidad del Otro,
que pretenden conocer los fines de cada dirección,
que quieren seguir cada camino, cada bifurcación,
que anhelan la impasibilidad de la iluminación;
seres inauditos hijos de la necesidad,
seres fehacientemente arraigados a la creencia,
seres que circulan por la vía de las leyes preternaturales,
que ignoran la forma de un final que ya conocen,
que construyen ilusiones sobre ilusiones,
que destruyen los fundamentos mismos de su esperanza.
Somos seres bestiales en la jaula de los hados,
seres ínfimos que se ahogan en la necedad de su propia ignorancia:
seres que navegan eternamente en el inmenso mar de las casualidades.
¿Qué lugar queda para la libertad?
¿Qué lugar para la voluntad?
¿Qué para el deseo?
¿Qué felicidad?
¿Qué?
¿?

5.7.10

Hoy

Son días como éste en los que deseo que suceda un cataclismo biológico en la Tierra y todos se transformen en zombies come-hombres.

Son días como éste en los que me encantaría tener un perro enorme y bruto con el cual dormir la siesta todo el día.

Son días como éste en los que comprendo la última cena (irónicamente).

Son días como éste en los que escuchar canciones tristes no alcanza para comprender lo que pasa en mi interior.

Son días como éste en los que comer chocolate y caminar por la ciudad son un remedio muy y poco sano.

Son días como éste en los que la significación de la unión del significado y el significante se resignifica para significar una cosa totalmente distinta que te hace dar cuenta que está todo patas parriba.

Son días como éste en los que agradezco que no entre nadie a mi blog.

Son días como éste en los que lo difícil no es que la voz interna se calle, sino que diga algo coherente.

Son días como éste en los que siento que la cadencia de tragedias y comedias se confunde en una escala menor.

Son días como éste en los que sonreirle a la gente en la calle se dificulta más que de costumbre.

Son días como éste en los que agradezco tener amigos tan lindos.

Son días como éste en los que anochece más temprano y el sol bien podría no salir al siguiente.

Son días como éste en los que la comida llena pero no sabe.

Son días como éste en los que Andrea Del Boca no resulta tan exagerada.

Son días como éste en los que te quiero (mucho) (poquito) (nada).

Son días como éste en los que bien podría desaparecer en un mar de lágrimas.

Son días como éste en los que duele ser humano.

3.7.10

Otra de vampiros

Así comienza nuestra historia, la de Sheila, una muchacha incomprendida por demás, que no encaja en la sociedad por un secreto inmemoriable, signada por la tragedia desde esa noche en la que la sangre dejó de correr por sus venas y comenzó a chorrear por sus labios.
Criatura de la noche, insaciable por naturaleza, despojada de cualquier rastro de alma. Sheila se asoma luna tras luna de su ataúd, en el cual dormita semi viva, semi muerta, para rememorar un vestigio de sueño que ya no visita su morada, para sentirse humana aunque sea durante el día, para olvidar su condición monstruosa.
Y la situación no alcanza para la Fortuna, que no contenta con dejarla al margen de la muerte, la travistió de la peor manera, con zapatos de tacón y una pollera recortada, con una peluca maltrecha y un pene entre las piernas. Así vivía Sheila, a lo largo de su eternidad, desgraciada doblemente por necesidades escabrosas y un cuerpo que no le pertenecía.
Pobre, pobre Sheila, que no suficiente con soportar la persecución de ajo, cruces y estacas, la sociedad la deja de lado por sentirse una dama, por celebrar noche tras noche la elección de su desacierto al nacer.
Las curvas le sientan bien, he de decir, pero la desprecian por demás al sentir su hombría, al manosear vilmente el secreto que lleva consigo. Y no duran, los desgraciados, que descubren su doble naturaleza y fallecen al instante, porque Sheila se alimenta de sus cuellos indefensos. Ella llora mientras chupa, llora sola y abandonada. La manada la ha abandonado cuando por primera vez usara un vestido, cuando, tras siglos de penuria, su corazón yaciera inerte en un cuerpo que la hiciera completa. Ella chupa sola sangre de desaventurados que la maltratan, que la insultan, que abusan de ella. Las lágrimas bañan los cuerpos y le corren el maquillaje, aquel que con tanto esmero se aplicara al ponerse el sol.
¿Quién querrá a la pobre Sheila? ¿Quién podrá amarla alguna vez? La noche cae y ella sale, sabiendo que el trabajo espera, que la sangre brota y que el amor no aparece. Se alisa el vestido una vez más y se acomoda la peluca. Es bella, sin embargo, y su mirada deslumbra a quien se atreva a mirarla a los ojos. Un suspiro y vuelve al ruedo, nuevamente, a la búsqueda de algún auto que ofrezca a llevarla, un joven, espera, que la abrace y la acaricie y la lleve al cementerio al clarecer el cielo. Pero la historia se repite y maduros y camioneros la levantan sin cariño, perdiendo la sangre en sus labios y la vida en un orgasmo. Se lamenta, nuevamente, y los años pasan voraces sin que se traduzcan en alguna línea en su rostro, níveo y claro como el mármol, impacible como el mar.
Sheila se levanta una vez más y espera al costado de una ruta abandonada, sucumbiendo a la desesperación y borrando un rastro sangriento tras una capa de rouge intenso. Dos luces aparecen en una colina, donde el camino desaparece en la penumbra de la noche, y se acercan descendiendo la velocidad hasta donde ella se encuentra. Ella sonríe y se acerca a la ventana. Es un jovenzuelo campesino, inocente e inexperto, que ofrece llevarla a donde ella quiera. Pareciera que la vida da un vuelco en su pecho, pero ella, reina nocturna, rechaza su oferta: la longevidad le ha dado situaciones y dolores. Él insiste e insiste, sonriendo y suplicando. Sheila gira y se aleja, haciendo ruido con sus tacos sobre el pavimento resquebrajado de la ruta. Él se baja y la persigue. Sin palabras, Sheila se da vuelta y levanta su pollera, aquella que recortara noches atrás para mostrar más las piernas, y muestra con majestuosidad su virilidad alumbrada por los faroles del furgón estacionado. Mira con desdén un punto fijo en la noche, con una lágrima pendiendo de un ojo, esperando que el muchacho la golpeara y falleciera tras su mordida letal. Él se acerca a ella y con la mano desnuda le acaricia la desgracia. Sheila no comprende, se siente extraña en ese cuerpo que ahora se siente amado. Él viste sus partes nuevamente y le roza el rostro con delicadeza.
- ¿Subís?
Algo siente Sheila, doblemente desgraciada, algo nuevo que mueve en su interior un calor ya olvidado, mientras el muchacho dulcemente la besa y le dice cuánto la ama. Algo siente esa noche, mientras saborea con cariño el cuello de un joven que pensó que era sólo una travesti la que subía a su furgón.

28.6.10

Triste soliloquio de las palabras y el olvido

Acá, frente a palabras, a miles de palabras, que me piden encontrarles un sentido específico, hacer de ellas una entelequia que las lleve a donde deben estar, a donde las palabras se supone encuentran su finalidad, su propio destino, aquél marcado a fuego antaño hace, cuando las ancianas hilaban su hilo y decidieron las noches y los días, los ayeres y los mañanas, cuando los tiempos aún eran tiernos brotes en una tierra infecunda, bajo un cielo que arrojaba fuego miserable, destructivo, divino.
Acá, frente a ellas, se supone las guie a su sitio en el mundo, en un mundo que ha perdido el rumbo varias veces y lo ha encontrado perdiéndose tantas otras. Parece ser mi propio destino el que me empuja a esto, a subordinarlas a mi deseo para así llevarlas a conformar un orden, una belleza bella en sí misma, una belleza autorreferencial, una belleza pura y absoluta, tanto como pueda serlo un texto, un conjunto de palabras, de palabras que piden desesperadamente encontrar la dirección de su propia fatalidad.
Somos las palabras y yo, acá, sólo nosotros. Enfrentados en la lucha, nos abrazamos conformando una simetría que hace imposible la Victoria, quien huye alejándose a los confines del Universo, allá donde toda esta cuestión se inició, desde donde viajamos eternamente hasta llegar hasta acá, el presente en el que, se supone, las palabras sean perfectamente dispuestas para significar el último sentido.
No hay recurso que valga a la vanidad de las palabras. Bien podría hablar en neutro, tratarlas de "usted" y establecer metáforas elocuentes, binomios increíbles; las palabras, impasibles, me miran con desprecio esperando las cobije con suprema maestría y suave delicadeza. Piden protocolo y ceremonial, ser violadas y violentadas bajo la insigne tutela de la Poesía. Deseo eso, deseo satisfacerlas como nadie jamás pudo, llevarlas a su lecho en un orgasmo inaudito, en frases que se desdibujen en el aire al despegarse de mis labios, como besos tiernos y cautelosos pero a la vez salvajes y desesperados. Así las quiero; así ellas me quieren y me buscan, pidiendo que las lleve al lugar al cual no llevé a nadie nunca y al cual prometí llevar a todos siempre.
Me frustro ante las palabras que me miran con desprecio, que se sienten insatisfechas y rehuyen mi mirada, mis caricias, mis intenciones escabrosas. Me frustro en el cortejo eterno al que estamos condenados, palabras y yo, en el sitio en el que juramos desfallecer luchando antes de morir vencidos; acá, donde sólo estamos nosotros, en donde las palabras mueren una y otra vez al mero roce de mi presencia. Muerte sale de mi boca al pronunciarlas y las palabras yacen desparramadas por el suelo, como hojas otoñales que pretenden pasar desapercibidas al caminar de los transeúntes que poco y nada quieren saber de nosotros.
Esperan demasiado de mí, las palabras, las hermosas palabras, las preciosas palabras. No se dan cuenta que soy un mero placebo para ellas, que mi mortalidad me aleja fatalmente de su designio imperecedero, de aquél que el Destino decidió fuera eternamente imposible, del que todos y más que todos ansían alcanzar con sus glosas desesperadas, acariciar, apenas, con unos versos de palabras susurradas en un orden armónico, un orden perfecto, el orden que las palabras piden de mí.
Acá sólo hay palabras, miles de ellas, que suspiran con anhelo condenado al desasosiego. Mi voz se pierde entre las tinieblas que nos rodean, tinieblas profundas que las hunden en su más siniestro olvido, y las veo dedicadas a persistir en la memoria de algunos inoportunos, como yo, que caimos desgraciadamente en la trampa tejida por los misticismos de algún poeta maquiavélico. No hay pasión ferviente que las pueda salvar, no hay proeza magnífica que las recupere del abismo, no hay genialidad histórica que las pueda ubicar en el sitio en el que reclaman estar. Las palabras están sentenciadas desde su más íntimo comienzo, desde los primeros movimientos que las pronuncian hasta los últimos alientos que las expelen a la vida. Así, vagan huérfanas de madre y padre, rogando a las almas un ápice de misericordia con la más altanera de las soberbias.
Acá sólo hay palabras. Las palabras frente a mí. Y frente a mí, la nada misma.

4.6.10

Ley Universal de Gravitación (bis)

Si las cuestiones, por lo menos occidentalmente hablando, siempre se han solucionado apelando a quién está arriba y quién está abajo (o quién debe o debería estar en cada sitio), los problemas han sido siempre un fenómeno verticalista. No por nada, nuestro amado geoide está dotado de innumerables meridianos -nefastos, aborrecibles- que lo dividen en infinitos gajos de manda-tierra: las líneas son, verdaderamente, flechas que apuntan (¿A dónde? Pues no se sabe bien).
El apuntado bien puede estar arriba, bien puede estar abajo, pero sólo uno puede estar en cada lugar: así lo determina el Estagirita. ¿Quién está arriba, quién abajo? ¿Son los osos polares los que mandan, atravesando una jerarquía geográfica, a los pingüinos antárticos? ¿O son las Malvinas más importantes que Islandia?
Meridianos son, entonces, los que señalan. Arriba y abajo, las categorías de importancia. Juntos, ensamblan un sistema de denominaciones y subordinaciones que en nada hacen gracia a los que les toca estar mirando el piso del universo.
¿Quién habla de paralelos? Ah, esos están bien tranquilos... Círculos concéntricos, equidistantes y autorreferenciales. No hacen mucho, claro que no, y poco ayudan en la determinación de quién manda (Ecuador es un vendido, no le hagan caso).
Entonces, variadas veces se ha intentado darle un fin a la cuestión: unos, campantemente, quizás arguyendo sobre la mayor cantidad de tierra en su lado, se autodenominan reyes del mundo, tomando a la muchacha por la cintura y gritando audazmente al iceberg - la osadía es menester en el piso de arriba; otros, tardíamente, dándose cuenta de que en la planta baja el techo gotea y la caldera hace ruido, vindican el Sur y dan vuelta al geoide, quizás clavando un globo terráqueo boca abajo (Perdonen las costumbres) para convencerse los mejores, pariendo una geografía un tanto puntiaguda.
Nadie se pone de acuerdo, claramente, y los meridianos -nefastos, aborrecibles- permanecen ambiguos y callados como oráculos. La verdad, a todo esto, es que siempre, occidentalmente hablando, los de arriba le pisan (O quieren, o pretenden) la cabeza a los de abajo. Si el de abajo, por lo menos, pudiera escupir al techo sin que la gravedad lo traicionara, la cuestión sería distinta, pero así se concibieron las cosas, en algún pasado remoto, lejano, dinosáurico, y así pensamos seguirán.
Sin embargo, la cuestión es fácilmente zanjable, no ya occidentalmente hablando, si descubrimos que a una esfera se le puede eliminar el arriba y el abajo. No, no estamos pensando fuera de Euclides, que con cinco hizo miles, sino que vemos a los meridianos con desconfianza y descubrimos que nos han engañado durante mucho tiempo.
Si el geoide gira sobre su eje, nos quedamos felices. Lo que nadie dijo, es que el eje, al que los meridianos -nefastos, aborrecibles- apuntan (¡Los tenemos!), deba estar de pie: Bien podemos acostarlo y hacer de la Tierra una hermosa vuelta al mundo.
¿Quién está arriba, quién abajo? Depende: de día unos, de noche otros. ¿Quién manda? Ya no importa. Al final, los verticales son los paralelos, y así hemos paralelizado un mundo. Ecuador, el traidor, se mantiene en el centro, pero de acostado pasa a parado, y que así vigile a algún astrónomo que se quiera hacer el vivo.
Los planetas giran verticalmente, al final de cuentas, y al pobre de Urano, que lo trataban de invertido, le quedaron unos anillos convencionales. No es absurdo, en absoluto, es coherente: como en una montaña rusa, la Tierra sube vertiginosamente hasta llegar a invierno y cae por su propio peso para, por una inercia impresionante, casi planetaria, elevarse por el otro lado.
¿Arriba? ¿Abajo? Si no hay donde caerse, dudo que importe mucho. En suma, día y noche se suceden y en la Tierra los hombres, así como en la Fortuna, tienen un poco de cada uno.
Las cuestiones, por ende, occidentalmente hablando, se solucionan apelando a quién está en el occidente.

2.4.10

Sísifo

- Qué pesada es esta roca.
- Así lo dispuso el Señor.
- ¿Y qué es el “Señor”?
-
Tú lo sabes bien. Es lo que sabes que es.
-
Pero, justamente, ¿qué es el “Señor” para mí?
-
Es lo que está por sobre tu cabeza.
-
¿La cima de este monte?
-
No.
-
Qué pesada es esta roca…
-
Debes llevarla o su peso te aplastará.
-
¿Hasta la cima de este monte?
-
Y arrojarla por el otro lado.
-
Pero pesa tanto…
-
Pesan tanto como tus dudas.
-
¿Y el Señor no tendrá piedad?
-
¿Y qué es el “Señor”?
-
Lo que está por sobre mi cabeza.
-
Entonces no la tendrá.
-
Alguna vez estuvo a mi lado.
-
Alguna vez fueron pares.
-
Alguna vez lo sentí igual.
-
Pero nunca lo fueron… Sigue empujando.
-
Lo intento, pero la roca resbala.
-
Empuja con fuerza.
-
Le he pagado con sangre, sudor y lágrimas…
-
Hace falta más.
-
… y con sangre, sudor y lágrimas me ha premiado.
-
La roca no se moverá por sí sola.
-
No la moveré ni un centímetro más.
-
¿Es que no has aprendido nada?
-
Quiero hablar con el Señor.
-
Entonces empuja la roca hasta la cima.
-
No.
-
Es la única manera.
-
¿Acaso no puede escucharme?
-
Está por sobre tu cabeza.
-
Pues que baje.
-
Su peso te aplastará.
-
¿Y qué? Ya he perdido todo. Todo lo he perdido. Y esta roca es lo único que queda.
-
Siempre queda el Señor.
-
¿Qué es el “Señor”?
-
Es lo que intentas conocer.
-
No me engañes. No deseo saber nada más sobre el Señor y sus asuntos.
-
Pagas diariamente sangre, sudor y lágrimas. No niegues lo evidente.
-
Día a día me arrastra la roca. Comienzo a creer que ni mi sangre ni mi sudor ni mis lágrimas valgan algo al dichoso “Señor”.
-
Empuja, un poco más, sólo empuja.
-
Qué pesada es esta roca…
-
Sólo tan pesada como tus dudas.
-
Yo no tengo dudas: tengo fe.
-
Pues la fe que tienes la estás perdiendo.
-
No inventaríes sobre mi fe. Me han quitado todo, todo me han quitado, excepto mi fe y esta roca.
-
Empuja y verás que no invento cosas.
-
Ya me han hablado de ti y de tus farsas y de tu “Señor”…
-
¿Qué te han dicho?
-
Que no existes.
-
¿Quién te lo ha dicho? Estás completamente solo en este sitio.
-
Solo… Completamente solo…
-
Con esta roca y…
-
…el “Señor”.
-
Exacto.
-
¿Eres tú el Señor?
-
No. El “Señor” está por sobre tu cabeza.
-
Cómo pesa esta roca… Me sangran las manos nuevamente.
-
Límpiate un poco y sigue empujando.
-
Pero me duele tanto el cuerpo que ya no lo siento.
-
Justamente. Sigue empujando.
-
¿Hasta la cima de este monte?
-
Sí.
-
¿Con mis propias manos?
-
Para ser libre.
-
¿Y veré al Señor?
-
El Señor está por sobre tu cabeza.
-
¿Y qué sentido tiene la roca?
-
Todo el sentido.
-
Ya estás desvariando.
-
El que debería desvariar eres tú: has perdido mucha sangre, sudor y lágrimas.
-
Todavía tengo mi fe.
-
Y esta roca. Sigue empujando, y quizás sólo te quede la roca.
-
No quiero perder mi fe. Me sentaré aquí.
-
Su peso te aplastará, no dejes de empujarla.
-
Pero es cada vez más pesada.
-
Sólo tan pesada como tus dudas.
-
Empiezo a creer que verdaderamente no existes y que estoy desvariando. Debo tomar algo de agua.
-
Aquí sólo hay fuego y azufre. Con suerte llevarás la roca hasta la cima de este monte.
-
¿Y el “Señor”?
-
¿Qué hay con él?
-
¿Lo veré en la cima?
-
Su peso te aplastará.
-
Tengo deseos de llorar.
-
Las lágrimas no sirven de nada. Empuja la roca.
-
¡Eso hago! ¡Eso hago! ¿Acaso no me ves?
-
Sudas como un cerdo. Tal vez deberías descansar un poco.
-
¡Pero su peso me aplastará!
-
Sólo si dejas de empujar la roca.
-
¡Me estás volviendo loco! ¿Es eso lo que quieres?
-

-
Cómo pesa esta roca… Me sangra el cuerpo y creo que nada me importa más que llevarla hasta la cima de este monte.
-
La sangre se recupera, la fe no.
-
Pesa cada vez más…
-
¿Tan fuertes son tus dudas? Falta poco. Resiste.
-
No creo llegar… No tengo fuerzas… Se quiebran mis huesos…
-
Bajo su peso, todo se quiebra. Sigue empujando.
-
Tengo fe en lograrlo.
-
Tu fe morirá con tu cuerpo, pero la roca seguirá rodando.
-
Veo la cima, es muy luminosa.
-
Así la ves porque subes desde lo profundo.
-
Todo es hermoso desde aquí. Quisiera lanzarme hacia ese lago, el que está junto al árbol.
-
Si lo haces, la roca irá contigo.
-
¡Pero su lugar es la cima de este monte!
-
Por sobre tu cabeza.
-
¿Y el Señor?
-
El también te seguirá: su peso te aplastará…
-
… y quebrará todo de mí, lo sé.
-
Tu fe permanecerá intacta.
-
¿Qué sentido tiene la fe sin un cuerpo?
-
Todo, y quizás ninguno. Tú empuja la roca, que es lo importante.
-
No importa más el lago, ni tampoco el árbol. No tengo fuerzas.
-
Falta poco, ¡vamos! Sólo un poco más.
-
Ni sangre ni sudor ni lágrimas pueden soportar el peso de esta mole.
-
Tu fe quizás lo logre, o por lo menos tu vida.
-
¿Dónde está el Señor ahora?
-
Por sobre tu cabeza, y allí debe estar.
-
¿Por qué no me aplasta y termina con este dolor?
-
Porque tu fe está intacta.
-
¿Debo sentirme feliz por eso?
-
No exactamente.
-
¡No puedo más con esta roca!
-
No dejes de empujarla, por nada en el mundo.
-
¡Es imposible! ¡Mis piernas, mis brazos! ¡Todo duele!
-
Tus dudas deben ser inmensas.
-
¡Nunca dudé de nada! ¡Siempre seguí empujando!
-
Entonces no has estado razonando bien.
-
¡Señor! ¿Dónde estás?
-
Siempre, eternamente, por sobre tu cabeza.
-
¡Nada de esto puede ser real!
-
¿Qué?
-
¡Ningún “Señor” puede hacer esto!
-
¡Calla! ¡Calla inmediatamente!
-
¡Tú tampoco existes! ¡Es como me lo habían dicho!
-
¡Pero tú estás solo en este páramo! Son sólo tú y la roca, nadie más.
-
¡Así es! Por eso mismo dejaré esta roca.
-
Su peso te aplastará.
-
Y así también lo hará el Señor.
-
No, él no estará aquí.
-
¿Y dónde, entonces?
-
Por sobre tu cabeza.
-
Estoy exhausto…
-
Empuja la roca.
-
Me niego.
-
Hazlo.
-
No.
-
¡Vamos!
-
No más sangre.
-
Falta poco. ¿Abandonarás así todo lo que has logrado?
-
No más sudor.
-
Todavía tienes fe. Jamás lograrás empujar la roca.
-
No más lágrimas.
-
Siempre pensando en ti mismo.
-
Eso no es cierto.
-
Entonces empuja la roca.
-
¿Con qué sentido?
-
Hazlo por el “Señor”.
-
El Señor no existe. Tampoco existes tú.
-
Sólo existes tú.
-
Exacto.
-
Y tu propio peso te aplastará.
-
Así sea.
-
Me llevaré la roca.
-
¿A dónde la llevas?
-
¿Y qué importa ya? Si sólo existes tú.
-
Pero… Si existieras, ¿a dónde la llevarías?
-
Al otro lado de este monte, pasando la cima, con alguien más digno de ella.
-
¿Y el “Señor”?
-
Por sobre la cabeza de otra persona.