1.10.09

Juguetes

De la caja de juguetes
nos sacan algunos días
para jugar y jugar.
Pero yo no sufro;
a mí me gusta jugar con vos.
Paseamos, bailamos, corremos,
saltamos, competimos, nos besamos.
Disfruto mucho de los juegos de a dos.
Pero al final, cuando hay que ordenar,
es como si nos pusieran en dos estantes
tan alejados el uno del otro,
en dos cajas completamente distintas,
que me la paso recordando tus accesorios,
tus movimientos articulados
y tus 'special features',
esas que desde Taiwan te siguen a todas partes.
A veces veo, a lo lejos, las lucecitas que prendés,
las que aparecen cuando aprietan tu botón.
Te extraño desde esta caja,
desde el cajón más lejano,
desde el rincón opuesto
de la habitación infantil que nos separa
cada día de la semana
hasta que sea nuevamente
el dulce momento de jugar
y jugar jugar.

23.9.09

Shiva

Aquella noche un grupo de sociólogos amigos me había llevado a la cantina del poblado. El sitio se asemejaba a un galpón, de aquellos en los que las empresas de aerolíneas guardan sus aviones, pero varias veces más pequeño. El techo estaba cubierto de herrumbre y el viento amenazaba con arrancarlo por completo. Las paredes, renegridas de mugre, estaban minadas de grafittis, varias inscripciones neonazis, anarquistas y comunistas. La sorpresa me la llevé cuando mis acompañantes me guiaron no a la entrada de dicho galpón, sino al callejón que formaba junto a un edificio más siniestro aún. En aquel callejón había una escalera que conducía al local.
Al bajar los peldaños, algunos cubiertos de vómito caliente aún, se atravesaba una cortina de satén roja, roída por las polillas y demás alimañas que solían habitar el puerto. Una mujer entrada en años atendía a los recién llegados y los guiaba a sus lugares. La bebida abundaba, dándole al público la obvia y aún fascinante ebriedad. En una pantalla, varios cerebros de plasma flotaban en un espacio semi-vacío, semi-lleno.
Los sociólogos conversaban y reían, saludando a algún que otro pueblerino y comerciando hierbas prohibidas con algún otro, un poco mejor vestido que los anteriores. Un mozo, famélico hasta los huesos, cubierto únicamente con un leotardo, me alcanzó un vaso lleno del vino que fabricaban en la zona. Lo probé únicamente para comprobar que de todas las mentiras que dicen los vinicultores, los sommeliers y demás conocedores de la bebida, la única que es realmente verdadera es aquella que asegura que el vino debe estar hecho de uvas.
Frente a nosotros había una pequeña tarima adornada con cañas de bambú y objetos autóctonos. Un gran gong resonó en toda la habitación, amplia y oscura, de por cierto, únicamente iluminada por luces negras. El silencio comenzó a retumbar en nuestros oídos y una música oriental de proveniencia dudosa anunció la entrada de una pierna femenina en el escenario. El resto del cuerpo ingresó luego, como con un delay místico. El humanoide llevaba un kimono rosa, estampado con flores de cerezo, y una máscara ritual blanca que portaba una sonrisa entre misteriosa y maléfica. Los ojos de la careta eran meras rendijas sin expresión que atravesaban con risueña magnificencia a todos los presentes.
La figura en kimono, de algunos metros de altura, comenzó una danza frenética al ritmo de la música. A través de la fina seda se podía vislumbrar una preciosa y esbelta figura. Los tambores aceleraban y el humanoide se movía más y más rápido. De entre los pliegues del kimono, desembainó un machete enorme que comenzó a agitar con violencia. Al compás que marcaba el cuchillo en el aire, el ser movía su cabellera rubia en círculos perfectos. Los pueblerinos entraban en éxtasis al escuchar los roces de la seda. Yo no podía más que observar absorto.
El humanoide amenazaba con el cuchillo a los presentes, que agachaban la cabeza vehementemente. A medida que pasaban los segundos, el frenesí de la música aumentaba. Los cabellos rubios flotaban en la danza, y así lo hacía también el kimono finamente fabricado, hasta que un golpe seco en los tambores indicó el final de la canción. El abrupto silencio marcó lo siguiente y el bello humanoide clavó el machete en sus propias entrañas, realizando un harakiri monstruoso.
Mi primera impresión fue levantarme, pero luego comprendí que la actuación no podía terminar así. Por mi mejilla corrieron algunas lágrimas y en mi corazón se sentían los murmullos que por tal hermosa criatura se estaban esparciendo. Uno de los sociólogos me miró con semblante serio y me tomó del brazo, obligándome a sentarme. Todo el mundo estaba expectante.
Un suave violín comenzó a sonar, generando misterio y ansiedad. Las cuerdas de un shamisen comenzaron una serie de notas tranquilizadoras. En el escenario ingresó una figura de baja estatura, casi desnuda, de contextura delgada. Llevaba medias de red y un corset de charol. Sus ojos despedían furia, cubiertos por una densa franja de maquillaje negro que atravesaba su cara de oreja a oreja. En sus manos llevaba bolas incandescentes que hacía girar en un maquínico malabar. Al llegar al cadáver del humanoide, las esferas de fuego permanecieron suspendidas mientras arrancaba el machete de su pecho. La sangre chorreaba del filo de la espada, manchando la fina seda del kimono rosa. Con un golpe seco, cortó en dos la máscara que cubría el rostro del hermoso ser, reiniciando el frenético ritmo de tambores y sintetizadores.
Tras los ojos de rendija y la sonrisa maléfica surgieron dos pares de pestañas larguísimas y una delicada boca roja. El cabello rubio y suave calló para dar lugar a un largo y esférico cráneo cubierto de fragmentos de espejo. Shiva era el nombre que los lugareños le habían puesto a tan preciosa criatura.
El harakiri ritual había cortado en dos el kimono, descubriendo la verdadera apariencia del humanoide. Shiva se levantó del suelo y arrancó los restos de seda de su cuerpo. Estaba cubierta de látex y cuero negro. Dos estrellas plateadas coronaban sus senos, que se marcaban con insistencia bajo el ajustado atuendo. Shiva extendió los brazos hacia la superficie y reanudó su danza.
El otro ser, mientras tanto, entregado nuevamente a la tarea de malabarismo ígneo, seguía los movimientos de Shiva como un esbirro. De tanto en tanto, tragaba una de las esferas para luego lanzar una enorme llamarada que el hermoso humanoide esquivaba con gracia y ritmo. El calor en la habitación aumentaba cada vez que aquellas lenguas de fuego eran escupidas de las fauces hediondas del esbirro.
Shiva danzaba con soltura. Sus brazos largos y delicados se movían con elegancia. Con sus botas eternas golpeaba la pequeña tarima que soportaba tal furia. La música marcaba los compases y Shiva los convertía en placer visual. La luz se reflejaba en los múltiples cristales de su cabeza, la cual movía con enérgica altivez.
Mi asombro crecía con cada segundo. Los pueblerinos se entregaban a la danza con devoción mística. Shiva danzaba y sus brazos y piernas se multiplicaban en los reflejos de su hermoso cráneo. Mi corazón suspiraba con emoción mientras el esbirro se lanzaba al piso para ser atacado por los filosos tacos de Shiva. De su boca asquerosa seguían brotando llamaradas furiosas y violentas. El Amor, el escurridizo y misterioso Amor acudía a mi pecho para punzarme desde dentro. Sólo tenía ojos para Shiva, ni para los cerebros de plasma flotando en una pantalla ni para el asqueroso intento de vino que yacía derramado sobre toda la mesa.
La música finalmente se detuvo en un estruendoso acorde final. El esbirro se hallaba completamente destrozado, humeando aún sus despojos. Shiva, convertida en divinidad, brillando como alguna virgencita, se esfumó en una densa nube de incienso.
Aquella noche dormí sólo dos horas, intentando recordar algo más de aquél rostro, algo más que unas pestañas infinitas y dos labios voluptuosos y carnosos, rojos como las cerezas. En sueños, una lengua de fuego surgió de esos labios y se convirtió en un triángulo.

7.7.09

Esa tarde

Es la música de sus ojos
lo que aún no puedo dejar de bailar.
Es la luz de sus ojos
lo que aún no puedo dejar de adorar.

El Sol entraba por su ventana esa tarde, colándose entre los edificios de la ciudad, escapando a los gigantes muros de concreto. La luz iluminaba sus ojos, verdes como hubiese querido Lorca, y la hacía entrecerrar los párpados.
Ah, qué tranquilidad... Claridad canicular, calor solar. El cielo no tenía nada para ocultar esa tarde. No, esa tarde la vida era tan clara como el vidrio que la separaba del ocaso.
Ahora mismo se está cepillando el cabello. El cepillo pasa una y otra vez por su hermosa cabeza. Las manos firmes, el corazón tembloroso. El pecho duele, pero sigue cepillándose. En el espejo, sus ojos verdes, opacos y apagados, le devuelven la mirada. Algo la hace bajar la vista: la vergüenza, piensa, o tal vez la traición.
Sí, el Sol entraba por su ventana esa tarde, invitándola a salir de su casa, atrayéndola a sus brazos apolíneos. Tanta alegría le traía el rayo solar esa tarde. El corazón daba saltos, festejando el mero hecho de estar viva, el contingente milagro de la existencia. Se puso su saco y los zapatos y salió por la puerta grande.
Cada cepillada imita una lágrima. Su mente está inmersa en una fantasía de pasarela y peluquería. La Belleza es un llanto, un grito agudo desde el fondo del alma. La ventana sólo muestra la oscuridad de la noche, de esta noche que siguió a esa tarde tan hermosa.
¡Oh, funesto fuiste, Sol! ¡Funesto el Sol que entraba por la ventana esa tarde! Sus pasos por la verdeda, taconeando decididamente hacia el parque. Así marchaba hacia donde la esperaba él. La sonrisa en sus labios que tantas veces habían acariciado aquél pecho fuerte y velludo. Ella caminaba feliz y embriagada por tí, Sol, que la hipnotizaste con la tarde más hermosa de todas: esa mismísima tarde.
Su piel exhude dulce fragancia mientras cepilla su cabello negro. Acaricia su cabellera y suspira, pero pronto sus ojos vuelven a encontrarse en el espejo. No hay vergüenza ni traición que pueda, ahora, apartarla de su propia imagen. Se ve a sí misma y descubre la Inocencia en sus manos, en las manos cubiertas con sangre. El cadáver firme y tieso, descansando en sus brazos.
El Sol entraba por su ventana esa tarde, y así la llevó a donde el destino quería que estuviera. El viento invernal la despeinaba suavemente y la grama, verde como sus ojos, acariciaba sus pies. La luz proyectaba sombra esa tarde.
Su imagen en el espejo quiebra la ilusión. Las manos sueltan el cepillo y comprenden, antes que ella misma, la fatalidad del momento. Una única lágrima se derrama de aquellos ojos verdes. Se desliza por su mejilla y pende por hilos invisibles desde su mentón.
¡Trágico Sol entraba por su ventana esa tarde! ¡Trágico el Sol que iluminó la escena que viera esa muchacha! Por un momento reconoció sus manos, acariciando otras manos, otras mejillas. Por un ínfimo instante, recordó sus labios, cubiertos de barba, besando otros labios, otra frente. ¡Sólo por un segundo iluminaste, funesto Sol, lo que ella hubiera de ver esa tarde! ¡Cobarde Sol, deshonroso! ¡Partiste cuando ella más te necesitaba, borrando las sombras del suelo y dejando sólo penumbra!
La lágrima se sostiene débil por obra de la benevolente templanza que rige su rostro. Levanta sus manos y la recoge, fría y cristalina, para con ella limpiar la sangre de sus manos. Recuerda esas manos, esos labios, ese pecho y sonríe. Se agacha y recoge el cepillo. La existencia es contingente, cepillarse es necesario.

23.6.09

Irrepetible

Irrepetibles los surcos que marca el agua en la tierra;
irrepetible sabor el de la lluvia por caer.
Irrepetibles segundos que encanecen los cabellos;
irrepetible historia contada cada día, cada mes.

Dos veces no has de bañarte
en las aguas de un mismo río:
Irrepetibles el cauce y las rocas,
la marea, los peces y el frío.

Irrepetible el gesto dibujado en su rostro;
irrepetibles las curvas de su sombra sobre el suelo.
Irrepetibles las nubes, las plantas y los mares;
irrepetibles lágrimas que no caerán de nuevo.

Irrepetible el canto del ave
que sufre la muerte de una herida.
Irrepetibles palabras elocuentes
que dejó en tan hábil despedida:

Irrepetibles notas de un arpegio irrepetible.

12.6.09

Erizos (VIII)

Una noche me desperté por el ruido de un murmullo. No eran las lejanas y apagadas, burdas discusiones de las enfermeras, sino una voz mucho más cercana y tranquila. Era, claramente, la voz de un varón que recitaba, trastabillando de vez en cuando, una eterna seguidilla de palabras.
Me levanté de mi cama. Mis ojos todavía no veían bien. Me los restregué con las manos. La luz de la luna entraba por la ventana. En su frasco, el erizo flotaba en paz.
La voz provenía del otro lado de una cortina que dividía el cuarto en dos habitáculos. Me asomé furtivamente pero no encontré a nadie, exceptuando al viejo en coma que me observaba desde su cama. Me sobresalté.
- Y-y así es la cosa: que vengo, que voy, que me buscan, que me olvidan... Me-me-me siento como Casandra, tocada por los dioses y despreciada por los humanos.
Estaba completamente sorprendido. El anciano no había dado señales de vida en lo que había durado mi estadía en el hospital. Sin embargo, ahí estaba, con los ojos bien abiertos, monologando con la nada.
- Ho... ¡Hola!
El hombre se quedó mirando el aire, sonriente, mientras yo lo saludaba. Ante la indiferencia, comencé a saltar, correr y agitar mis brazos frente a su cara. El viejo seguía ensimismado, con su expresión de felicidad absoluta.
Al rato, volvió a abrir la boca.
- Pe-pero todo es un mar de decisiones, un camino largo largo largo larguísimo largo, con millones a la millonésima de bifurcaciones; y tomar una de ellas es morir un poquito, pero nada dice que el camino sea un círculo y nos devuelva a la primera bifurcación, en la cual probablemente elijamos la misma opción que elegimos inseguros la vez anterior, y así seguir sucediendo sucesiva-sucesivamente.
"Y-y la cuestión no es huirle a la Muerte, no no, porque está aquí y allá, en todas partes, y sería imposible, y la real realidad es que nosotros nacimos un poco poquito muertos. A-aunque tantas veces morimos como veces vivimos, prendidos y apagados, despiertos y dormidos, quejándonos con cada vida. Ni-ni la cabra Amaltea nos querrá amamantar de ese modo, pedigüeños pedidores mendigos, que el otro día casi le arrancamos una teta de tanto quiero que quiero querer.
"Y-y ya no se sabe qué es vivir, excepto para los médicos doctores y los fúnebres funerarios, que tantas cosas saben el uno del otro y el otro de uno. Pe-pero uno nos quiere para siempre y el otro una única vez, porque uno prefiere vernos día y noche y que llenemos su casa de esplendor y el otro sabe que tarde o temprano vamos todos en fila a que le cure todos los males. Po-por eso el do'torcito es tan malo como el veneno que nos manda con él o como nosotros que chupamos la teta de la pobre Amaltea.
"U-u-uno para todos, todos para uno, así me enseñaron en el bosque, con ese gigante, el bribón y aquél fraile, tan lascivo como puede ser un fraile. Au-aunque era difícil el todos para uno, porque negar la negación no es sólo decir que sí, sino negar la misma posibilidad de negación. Y-y así se repetían las cosas tanto y tanto, allá en el bosque, que las hojas no eran hojas y el pasto no era pasto: eran no-hojas y no-pasto. Pe-pero ese fraile diabólico me dijo un día que si se seguían continuando las reiteraciones reiteradas de repeticiones, era todo no-no-hojas y no-no-pasto; y me quise ir y me fui.
"Y-y cuando llegué a una cuevita acogedora, se me metió un pez príncipe, y toda su cohorte de cortesanos se instaló en la caverna. Vi-viví mucho tiempo atormentado por estos nobles, que el caracol y el cangrejo, las mojarritas, las sardinas y la cucaracha que contaba cuentos y la araña tejedora, porque no paraban de hablar jamás de los nunca jamases y así no podía entender el silencio. Y-y el eco me devolvía cada palabra y ya eran demasiados los nobles animales con su retórica animal y su poesía animal y sus chácharas animales, sin contar las animaladas animales que cometían de vez en cuando. Pe-pero todo fue para peor cuando aquella ilustre cucarachita me contó la siguiente fábula fabulosa:

Un hombre estudioso, docto en las Artes, en la Dialéctica, en la Filosofía, en los grandes conocimientos que del Mundo se tienen. Las palabras y las letras, los números y ecuaciones, las leyes, órdenes y sistemas; los placeres por doquier. Su morada, las profundas bibliotecas repletas de tomos y tomos de saberes prácticos y teóricos, de vidas y acontecimientos. Ante sus ojos pasaban el pasado, el presente y el futuro. Con sus manos sentía las cicatrices siniestras de la historia del Universo.
Pasaba el día con la nariz hundida en los textos más antiguos, en las frases que alguna vez dijeron los ancestros. Un regodeo constante de su conciencia al leer y releer aquellas palabras que el viento no se llevó, aquellas letras sagradas, puras e imperecederas. Pilas de libros de pergamino y papiro lo rodeaban; y él, en tal fortaleza de sapiencia, se sentía seguro y contenido por las vidas de los más grandes del pasado.
La desgracia quiso que sus fuerzas menguaran día a día; con cada visita a la biblioteca, su sangre se helaba más y más. El tiempo fue empeorando su situación, pero su obsesión se volvió locura y entregó su alma a los tiempos remotos. Así fue corrompido por el pasado, que poco a poco terminó por olvidarlo. Los libros de la Antigüedad arrancaron una a una las páginas de su propio libro. De él sólo quedaron las cubiertas de una vida que ya no podía ser vivida, de una novela que ya no podía ser leída.

"E-esa noche no pude dormir de lo absurdo del asunto cucaracho; y la cosa tenía que terminar de alguna manera. Y-y que si los pisaba, los echaba o me los comía, venían unas locas con antorchas y uñas largas y me pegaban chas-chas (Herminias, creo que se llamaban), entonces yo no sabía qué hacer. A-así que les regalé la cuevita esa y me quedé yo como huésped, pero los bichitos de la nobleza se fueron porque no me soportaban, y el pez príncipe no dudó en escupirme un escupitajo a la cara, y atrás se iban las Herminias con sus vestidos negros, escuchando las cucarachas fábulas de la cucaracha fabuladora (Ma-más tarde me enteré que era con-fabuladora, y que se comió vivo al príncipe y se convirtió en princesa, pero una bruja la convirtió en sapo y ahora anda esperando a algún principito que la bese con amor. Bien que le vendría el pececito fuera de la barriga.)
"Pe-pero en la cuevita me sentía solo, así que salí para pasear por ahí, cuando me encontré con Dios que me sonrió y me dio la mano. Y-y así que casi me mata del todo, y anduve ciego un buen tiempo, con una ceguera de mendigo cieguito, así que para no seguir chupando la teta de Amaltea, pensé con pensamiento un pensamiento bien pensado y digno del mejor pensador. Pe-pero ya se me olvidó aquello, que muy probablemente tuviera algo que ver con traducir todos los textos (hasta los de aquella cucaracha) al mismo idioma y ver qué pasaba cuando algún chino quisiera leer.
"Pe-pero algún día voy a ser rey del Mundo, aunque al Mundo ya lo tuve en las manos más de una vez, y los chinos van a ser negros y todos vamos a ser negros, para no tener que temer al Sol. Y-y el Sol mismo nos va a temer, más de lo que nos teme ahora, porque nuestra negrura lo va a poder eclipsar cuando se nos dé la regalada gana.
"Y-y cuando Dios me dejó ciego la otra vez, también conocí a la Virgencita, que tan vírgen no era porque me contó que era de Capricornio, como Amaltea. Y-y que bastante cochina era cuando podía y le daba el tiempo. Pe-pero lo más importante, me dijo, y el problema es que de eso ya me olvidé.
"Y-y no se confunda el canto de las sirenas con el de las harpías, porque si bien son parecidas, las primeras cantan mejor, aunque las segundas no cobran tan cara la entrada. Pe-pero Amaltea está cansada y no quiere dar más leche, aunque alguna manzanita le tire al insolente de Newton; y a Eva, a Paris, a Guillermito y a Teodora que las manzanas se las dé otro, porque Newton no comparte (Menos lo hace Eris, que a las Hespérides las tiene masticando coca). Sa-sal de ahí, chivita, chivita, y danos más manzanas, que así podemos pagar el pasaje para dejar esta estación, que nos quedamos barados y el cartel ya está herrumbrado con herrumbre y le faltan letras y sólo dice: ARDÍ DÉN. Y-y dame una manzanita más, que en el guardarropa se olvidaron a un niñito en una valija que me mira muy muy sinserio y tiene hambre.
"Ba-bala bala la cabra, pero nos tira un chorrito de leche y que no quiere salir de allí. Y-y ya sabía que era difícil el todos para uno, que si subimos todos, no se puede, y si sube uno, falta el para todos.
"Y-y me acuerdo ahora lo importante que me dijo la Virgencita, que tan importante es que me da miedo contarlo. So-sólo voy a decir que cuando uno tiene el Mundo en las manos, se da cuenta de que los médicos no curan a nadie, que los funerarios te meten en cajas y que a Amaltea ya la tiene cansada el oficio."
Los ojos bien abiertos y la sonrisa más amplia posible sobre los labios, el viejo se detuvo en su parafernalia infinita. El sol entraba por la ventana y algún que otro pajarito cantaba. Traté de hacerlo hablar, pero ya no emitía sonido. Sólo se limitaba a mirar fijamente el cielo raso.
Corrí la cortina que dividía la habitación y me acosté en mi cama para aprovechar las pocas horas de sueño que me quedaban. Al despertarme, el gorila de Hilda me indicó que el doctor había decidido darme el alta.
- Ya está bien. Vístase y váyase. No se olvide de firmar la planilla.
- Qué agradable que sos...
Mi alegría por la noticia no podía disminuir ante la antipatía de la poco agraciada Hilda. Me vestí sonriente, contento de abandonar las cuatro paredes de esa habitación insulsa, y bajé de la cama.
Crucé la cortina para ver al viejo, pero me encontré con un camastro vacío, cubierto de sábanas inmaculadas.
- ¿Y el señor que estaba acá?
Hilda, que estaba ocupada ordenando toscamente mi cama, respondió sin un gramo de delicadeza.
- Ese amaneció muerto. Se lo llevaron hace un rato.
Me limité a mirarla mal y a no entender la situación. De hecho, poco entendía desde que me habían despertado en medio de la noche las murmuraciones místicas del anciano.
¿Algún día entendería? Poco importó entonces. Firmé la planilla y salí de la habitación. A los pocos metros, un grito de Hilda me frenó en lleno:
- ¡Ni se le ocurra dejar esto acá!
La enfermera salió del cuarto con el frasco del erizo en brazos.
- Eso no es mío.
- Sí que es suyo. Llegó con usted. Ahora, por favor, lléveselo y hágase cargo. Muchas gracias.
Me encajó el frasco y se fue dando pasos que, supuse, retumbarían horrorosamente en los pisos inferiores. La cabeza oxigenada del gorila me despedía en su bambolear primitivo.
Caminé por última vez por el pabellón de intoxicaciones hacia el ascensor. Bajé y atravesé el hall de entrada que hervía en bullicio. Al salir, el sol me encandiló. Bajé la mirada a mis brazos y vi al erizo estremecerse en su frasco.

27.1.09

Erizos (VII)

Por aquel tiempo, el gobierno había perdido interés en la promoción de la salud pública, por lo que los subsidios al ministerio competente habían sido drásticamente recortados. Era una época oscura para la economía nacional y, como costumbre, las áreas más importantes se tornaban mágicamente en accesorias.
Como consecuencia directa de la situación política, la mole gigante del hospital, con sus eternos pabellones, se vio insostenible. Al borde de la quiebra, los directivos decidieron realizar una violenta migración de consultorios, especialistas y aparatos para reducir los gastos que la inmensa infraestructura generaba. Fue así que se trasladaron todos los departamentos y oficinas y se concentraron únicamente en el cuerpo 1 del edificio, dejando medio hospital en las tinieblas, pudriéndose en las humedad del tiempo.
Al cruzar el tabique que separaba los dos cuerpos me encontré con la herrumbre y el silencio mortuorio del abandono. Si bien aún se olfateaba un leve dejo a antisépticos, el aroma reinante era el encierro. El aire era denso, casi sólido, y en él se perdía cualquier tipo de sonido, dejando una atmósfera completamente sorda.
El pasillo era enorme y estaba a oscuras. Pasaron varios minutos hasta que mis ojos se acostumbraron a esa noche, puesto que lo poco de luz que me permitía ver provenía de algunas rendijas en las ventanas tapiadas.
Caminé lentamente por el puente hasta llegar al cuerpo 2 propiamente dicho. Al ingresar al edificio me percaté de que no estaba solo. Sentía una presencia extraña en los alrededores, como si la soledad se fuera resquebrajando poco a poco. Algo rozó mi pierna y al mirar abajo encontré dos ojos brillantes que inmediatamente fueron acompañados por un maullido.
Me fui escurriendo por pasadizos abandonados y fui descubriendo que los felinos habían conquistado el hospital. Uno, dos, cinco gatos tirados en la enfermería; ocho correteando por los pasillos. Los ojos se multiplicaban en medio de la nada y comenzaban a resonar los maullidos, como advirtiendo mi presencia en su territorio.
Después de algunos minutos logré llegar a la escalera principal. Diez u once gatos descansaban en los escalones. Sentí varios roces en las rodillas, sin embargo, en esa oscuridad, no supe descifrar si eran varios los felinos que se restregaban contra mí o si era uno solo que lo hacía múltiples veces.
Al ir trepando la escalinata, con cuidado de no pisar o patear a ninguno de los propietarios de ese lugar, fui sintiendo cómo el aire se iba alivianando y refrescando. La oscuridad se fue disipando a medida que ascendía y cuando llegué al octavo piso ya podía ver con claridad.
Las ventanas de la última planta no estaban tapiadas e incluso alguna que otra se encontraba abierta. Las paredes y los pisos, sin embargo, estaban completamente arruinados por la humedad.
La escalera desembocaba directamente a un pasillo amplio y semiinundado que atravesaba todo el edificio. Al fondo se podía vislumbrar un enorme resplandor. Avancé despacio para evitar resbalarme con los múltiples charcos que había en el piso.
Ahora que podía ver, pude observar cómo los gatos descansaban tranquilamente en el suelo. En el octavo piso eran incontables los felinos, grandes como mesitas, que bostezaban, se lamían o jugueteaban con ratones o insectos muertos. Varios me miraban con curiosidad e incluso algunos se acercaron a olfatearme, pero la mayoría demostró una indiferencia casi grosera.
Atravesé ese santuario de gatos para llegar a una habitación inmensa, totalmente iluminada por las luces de la ciudad. Una de las paredes estaba cubierta por completo de cristales, formando el ventanal más grande que jamás haya visto. Quedé pasmado con la vista desde el último piso. En ese silencio absoluto, quizás quebrado por algún maullido, la ciudad se veía más bella que nunca.
Me senté en el suelo para contemplar tranquilo esa visión. Un gato cobrizo, muy probablemente cubierto de pulgas, se levantó de su lecho y avanzó hacia mí. Se sentó en mi regazo y maulló exigiendo caricias. Puse mis manos sobre su lomo y comencé a frotarlo.
Pensé detenidamente en todo. Aquellos animales pasaban horas merodeando en un hospital abandonado, buscando algo para comer. Yo pasaba las noches merodeando en un hospital abandonado, buscando algo con qué alimentar a una bestia insaciable. La gente pasaba las horas de su vida merodeando en el mundo, buscando algo con qué alimentar a sus almas. ¿Y dónde íbamos a encontrar ese alimento?
El gato en mi regazo maulló y me miró agradecido. Las luces de la ciudad brillaban refulgentes en el ventanal. Fue en ese instante en el que decidí dejar de buscar como los gatos, como la gente. Algo en ese silencio me dijo que ni el destino sabía lo que me deparaba. Y si algo estaba escrito, ni el oráculo más certero lo podría descifrar. Me resigné, sí, pero no me sentí mal. Esa resignación fue lo que más me llenó en toda mi vida.
No sé cuánto tiempo estuve ahí sentado, reflexionando, pero de repente vi cómo el Sol asomaba entre los edificios y el cielo se tornaba rosa. Me apresuré a bajar las escaleras y llegar al sexto piso. Atravesé velozmente el pasillo gigante y volví al cuerpo 1 del hospital. La actividad volvía a surgir en los distintos pabellones, por lo que tuve que ser una sombra para llegar a mi habitación sin ser detectado.
Temí que las enfermeras se hubieran percatado de mi ausencia, pero parecía ser que el juego las había mantenido ocupadas toda la noche. Me tiré en mi cama y suspiré. Algo había cambiado.
El Sol ya entraba por mi ventana. Cerré las cortinas y giré entre las sábanas. En su frasco, el erizo se estremeció y agitó el agua. En mi interior, la bestia había vuelto a dormir.

13.1.09

Erizos (VI)

Hubo una semana en la que me vi periódicamente visitado por el doctor. Su rechoncha cara seria me examinaba de arriba a abajo y leía con detenimiento los análisis que me hacían para, en cada ocasión, dictaminar: "Un día más de observación".
Las noticias no me eran gratas. Ya estaba harto cansado de pasar los días tirado en la cama de sábanas inmaculadas y ásperas. Además, diariamente aparecía la primate cabeza de Hilda en la puerta de mi habitación para extraerme sangre. Las agujas no me agradan, y mucho menos que me pinchen con ellas. Todo esto, sumado a la comida insípida del hospital y el tener que andar orinando en un papagayo, me hacía desear volver a casa.
Esa misma semana pareció que el mundo se había olvidado de mí. Nadie se acercó a visitarme, ni siquiera mi madre. Mi única compañía era un anciano que me habían asignado de compañero ese sábado. "No te preocupes que no va a molestar mucho... Está en coma profundo.", me dijo el enfermero que lo había traído. La verdad es que más me molestaban el silencio y la inmovilidad del viejo que si me hubiera estado hablando todo el tiempo: tan aburrido estaba.
Ante semejante inactividad, algo en mi interior se comenzó a revolver, como una bestia que había estado dormida durante mucho tiempo. Se despertó, sí, y empezó a rondar por cada rincón de mi mente, marcando su territorio. Estaba hambrienta y no iba a descansar hasta obtener lo que pedía. El sentimiento de aventura exigía a gritos una emoción violenta.
Así fue que inicié mis expediciones nocturnas.
Todas las noches, luego de cerciorarse de que los pacientes durmieran, las enfermeras de turno se amotinaban en la pequeña oficina que vigilaba el pasillo para entregarse al éxtasis del juego. Truco, chinchón, escoba y póker. El personal de enfermería estaba infectado por el virus timbero. Debían hacer fuerza para no gritar y despertar a los durmientes cuando perdían la mano. Además, se ocupaban de colocar almohadas y frazadas en la puerta para amortiguar los sonidos. La triste realidad era que, más allá de todas estas precauciones, se oía en el pasillo un extraño murmullo ahogado en el que se podía identificar amplia gama de insultos y maldiciones.
Sin embargo, esto no impedía que en el pabellón de intoxicaciones reinara la paz. Todos los pacientes pasaban las noches en completo silencio, descansando y luchando contra sus afecciones con el remedio onírico. Todos menos yo, que escuchando las murmuraciones provenientes de la cuartilla de enfermeras timberas, más parecidas a una pandilla de mafiosos que otra cosa, no podía evitar asomar la cabeza hacia el pasillo y espiar un poco. Así comencé, y a medida que me sentía más osado, me fui alejando cada vez más de los límites de mi habitación.
Primero logré acercarme a la ventana por la cual las enfermeras vigilaban el orden del ala. Me asomé despacio para espiar en el cuartito. De ese modo descubrí que no sólo jugaban, sino que también fumaban, pues no se lograba ver más que siluetas en la neblina. ¡Y no todos los días era tabaco!
Más adelante me animé a abandonar el ala de intoxicaciones para adentrarme en las entrañas del hospital. Era un edificio antiguo y enorme, compuesto por dos cuerpos gigantes, en los cuales se repartían las distintas áreas. Mi pabellón se encontraba en el cuerpo 1, y el resto se interconectaba por un sistema laberíntico de pasillos y escaleras que trepaban ocho pisos.
Particularmente tenebrosos por las noches, los pasillos eran amplios y silenciosos, lo que me obligaba a moverme sigilosamente para evitar que el eco de mis pasos me delatara. Durante cuatro noches me moví por el edificio como una sombra, visitando el ala de quemados y el área de emergencias, espiando las pocas actividades que ocurrían en el ápice nocturno. Consecuentemente, durante el día, el médico me encontraba con un sueño abrasador que intentaba compensar las horas que pasaba en vela investigando recovecos.
A la quinta noche descubrí, en el sexto piso, un pasillo enorme completamente a oscuras. En la mitad del mismo había un tabique con una puerta. Cruzando esa puerta se llegaba al otro cuerpo del hospital. Parecía ser que este pasillo funcionaba como puente entre las dos gigantescas partes del edificio.
Dudé si debía abrir o no esa puerta. Temía que el cuerpo 2 fuera asquerosamente más grande y me pudiese perder. También estaba la posibilidad de que del otro lado de la puerta hubiera alguien vigilando. La bestia en mi interior tomó la decisión por mí.