7.7.09

Esa tarde

Es la música de sus ojos
lo que aún no puedo dejar de bailar.
Es la luz de sus ojos
lo que aún no puedo dejar de adorar.

El Sol entraba por su ventana esa tarde, colándose entre los edificios de la ciudad, escapando a los gigantes muros de concreto. La luz iluminaba sus ojos, verdes como hubiese querido Lorca, y la hacía entrecerrar los párpados.
Ah, qué tranquilidad... Claridad canicular, calor solar. El cielo no tenía nada para ocultar esa tarde. No, esa tarde la vida era tan clara como el vidrio que la separaba del ocaso.
Ahora mismo se está cepillando el cabello. El cepillo pasa una y otra vez por su hermosa cabeza. Las manos firmes, el corazón tembloroso. El pecho duele, pero sigue cepillándose. En el espejo, sus ojos verdes, opacos y apagados, le devuelven la mirada. Algo la hace bajar la vista: la vergüenza, piensa, o tal vez la traición.
Sí, el Sol entraba por su ventana esa tarde, invitándola a salir de su casa, atrayéndola a sus brazos apolíneos. Tanta alegría le traía el rayo solar esa tarde. El corazón daba saltos, festejando el mero hecho de estar viva, el contingente milagro de la existencia. Se puso su saco y los zapatos y salió por la puerta grande.
Cada cepillada imita una lágrima. Su mente está inmersa en una fantasía de pasarela y peluquería. La Belleza es un llanto, un grito agudo desde el fondo del alma. La ventana sólo muestra la oscuridad de la noche, de esta noche que siguió a esa tarde tan hermosa.
¡Oh, funesto fuiste, Sol! ¡Funesto el Sol que entraba por la ventana esa tarde! Sus pasos por la verdeda, taconeando decididamente hacia el parque. Así marchaba hacia donde la esperaba él. La sonrisa en sus labios que tantas veces habían acariciado aquél pecho fuerte y velludo. Ella caminaba feliz y embriagada por tí, Sol, que la hipnotizaste con la tarde más hermosa de todas: esa mismísima tarde.
Su piel exhude dulce fragancia mientras cepilla su cabello negro. Acaricia su cabellera y suspira, pero pronto sus ojos vuelven a encontrarse en el espejo. No hay vergüenza ni traición que pueda, ahora, apartarla de su propia imagen. Se ve a sí misma y descubre la Inocencia en sus manos, en las manos cubiertas con sangre. El cadáver firme y tieso, descansando en sus brazos.
El Sol entraba por su ventana esa tarde, y así la llevó a donde el destino quería que estuviera. El viento invernal la despeinaba suavemente y la grama, verde como sus ojos, acariciaba sus pies. La luz proyectaba sombra esa tarde.
Su imagen en el espejo quiebra la ilusión. Las manos sueltan el cepillo y comprenden, antes que ella misma, la fatalidad del momento. Una única lágrima se derrama de aquellos ojos verdes. Se desliza por su mejilla y pende por hilos invisibles desde su mentón.
¡Trágico Sol entraba por su ventana esa tarde! ¡Trágico el Sol que iluminó la escena que viera esa muchacha! Por un momento reconoció sus manos, acariciando otras manos, otras mejillas. Por un ínfimo instante, recordó sus labios, cubiertos de barba, besando otros labios, otra frente. ¡Sólo por un segundo iluminaste, funesto Sol, lo que ella hubiera de ver esa tarde! ¡Cobarde Sol, deshonroso! ¡Partiste cuando ella más te necesitaba, borrando las sombras del suelo y dejando sólo penumbra!
La lágrima se sostiene débil por obra de la benevolente templanza que rige su rostro. Levanta sus manos y la recoge, fría y cristalina, para con ella limpiar la sangre de sus manos. Recuerda esas manos, esos labios, ese pecho y sonríe. Se agacha y recoge el cepillo. La existencia es contingente, cepillarse es necesario.