27.1.09

Erizos (VII)

Por aquel tiempo, el gobierno había perdido interés en la promoción de la salud pública, por lo que los subsidios al ministerio competente habían sido drásticamente recortados. Era una época oscura para la economía nacional y, como costumbre, las áreas más importantes se tornaban mágicamente en accesorias.
Como consecuencia directa de la situación política, la mole gigante del hospital, con sus eternos pabellones, se vio insostenible. Al borde de la quiebra, los directivos decidieron realizar una violenta migración de consultorios, especialistas y aparatos para reducir los gastos que la inmensa infraestructura generaba. Fue así que se trasladaron todos los departamentos y oficinas y se concentraron únicamente en el cuerpo 1 del edificio, dejando medio hospital en las tinieblas, pudriéndose en las humedad del tiempo.
Al cruzar el tabique que separaba los dos cuerpos me encontré con la herrumbre y el silencio mortuorio del abandono. Si bien aún se olfateaba un leve dejo a antisépticos, el aroma reinante era el encierro. El aire era denso, casi sólido, y en él se perdía cualquier tipo de sonido, dejando una atmósfera completamente sorda.
El pasillo era enorme y estaba a oscuras. Pasaron varios minutos hasta que mis ojos se acostumbraron a esa noche, puesto que lo poco de luz que me permitía ver provenía de algunas rendijas en las ventanas tapiadas.
Caminé lentamente por el puente hasta llegar al cuerpo 2 propiamente dicho. Al ingresar al edificio me percaté de que no estaba solo. Sentía una presencia extraña en los alrededores, como si la soledad se fuera resquebrajando poco a poco. Algo rozó mi pierna y al mirar abajo encontré dos ojos brillantes que inmediatamente fueron acompañados por un maullido.
Me fui escurriendo por pasadizos abandonados y fui descubriendo que los felinos habían conquistado el hospital. Uno, dos, cinco gatos tirados en la enfermería; ocho correteando por los pasillos. Los ojos se multiplicaban en medio de la nada y comenzaban a resonar los maullidos, como advirtiendo mi presencia en su territorio.
Después de algunos minutos logré llegar a la escalera principal. Diez u once gatos descansaban en los escalones. Sentí varios roces en las rodillas, sin embargo, en esa oscuridad, no supe descifrar si eran varios los felinos que se restregaban contra mí o si era uno solo que lo hacía múltiples veces.
Al ir trepando la escalinata, con cuidado de no pisar o patear a ninguno de los propietarios de ese lugar, fui sintiendo cómo el aire se iba alivianando y refrescando. La oscuridad se fue disipando a medida que ascendía y cuando llegué al octavo piso ya podía ver con claridad.
Las ventanas de la última planta no estaban tapiadas e incluso alguna que otra se encontraba abierta. Las paredes y los pisos, sin embargo, estaban completamente arruinados por la humedad.
La escalera desembocaba directamente a un pasillo amplio y semiinundado que atravesaba todo el edificio. Al fondo se podía vislumbrar un enorme resplandor. Avancé despacio para evitar resbalarme con los múltiples charcos que había en el piso.
Ahora que podía ver, pude observar cómo los gatos descansaban tranquilamente en el suelo. En el octavo piso eran incontables los felinos, grandes como mesitas, que bostezaban, se lamían o jugueteaban con ratones o insectos muertos. Varios me miraban con curiosidad e incluso algunos se acercaron a olfatearme, pero la mayoría demostró una indiferencia casi grosera.
Atravesé ese santuario de gatos para llegar a una habitación inmensa, totalmente iluminada por las luces de la ciudad. Una de las paredes estaba cubierta por completo de cristales, formando el ventanal más grande que jamás haya visto. Quedé pasmado con la vista desde el último piso. En ese silencio absoluto, quizás quebrado por algún maullido, la ciudad se veía más bella que nunca.
Me senté en el suelo para contemplar tranquilo esa visión. Un gato cobrizo, muy probablemente cubierto de pulgas, se levantó de su lecho y avanzó hacia mí. Se sentó en mi regazo y maulló exigiendo caricias. Puse mis manos sobre su lomo y comencé a frotarlo.
Pensé detenidamente en todo. Aquellos animales pasaban horas merodeando en un hospital abandonado, buscando algo para comer. Yo pasaba las noches merodeando en un hospital abandonado, buscando algo con qué alimentar a una bestia insaciable. La gente pasaba las horas de su vida merodeando en el mundo, buscando algo con qué alimentar a sus almas. ¿Y dónde íbamos a encontrar ese alimento?
El gato en mi regazo maulló y me miró agradecido. Las luces de la ciudad brillaban refulgentes en el ventanal. Fue en ese instante en el que decidí dejar de buscar como los gatos, como la gente. Algo en ese silencio me dijo que ni el destino sabía lo que me deparaba. Y si algo estaba escrito, ni el oráculo más certero lo podría descifrar. Me resigné, sí, pero no me sentí mal. Esa resignación fue lo que más me llenó en toda mi vida.
No sé cuánto tiempo estuve ahí sentado, reflexionando, pero de repente vi cómo el Sol asomaba entre los edificios y el cielo se tornaba rosa. Me apresuré a bajar las escaleras y llegar al sexto piso. Atravesé velozmente el pasillo gigante y volví al cuerpo 1 del hospital. La actividad volvía a surgir en los distintos pabellones, por lo que tuve que ser una sombra para llegar a mi habitación sin ser detectado.
Temí que las enfermeras se hubieran percatado de mi ausencia, pero parecía ser que el juego las había mantenido ocupadas toda la noche. Me tiré en mi cama y suspiré. Algo había cambiado.
El Sol ya entraba por mi ventana. Cerré las cortinas y giré entre las sábanas. En su frasco, el erizo se estremeció y agitó el agua. En mi interior, la bestia había vuelto a dormir.

13.1.09

Erizos (VI)

Hubo una semana en la que me vi periódicamente visitado por el doctor. Su rechoncha cara seria me examinaba de arriba a abajo y leía con detenimiento los análisis que me hacían para, en cada ocasión, dictaminar: "Un día más de observación".
Las noticias no me eran gratas. Ya estaba harto cansado de pasar los días tirado en la cama de sábanas inmaculadas y ásperas. Además, diariamente aparecía la primate cabeza de Hilda en la puerta de mi habitación para extraerme sangre. Las agujas no me agradan, y mucho menos que me pinchen con ellas. Todo esto, sumado a la comida insípida del hospital y el tener que andar orinando en un papagayo, me hacía desear volver a casa.
Esa misma semana pareció que el mundo se había olvidado de mí. Nadie se acercó a visitarme, ni siquiera mi madre. Mi única compañía era un anciano que me habían asignado de compañero ese sábado. "No te preocupes que no va a molestar mucho... Está en coma profundo.", me dijo el enfermero que lo había traído. La verdad es que más me molestaban el silencio y la inmovilidad del viejo que si me hubiera estado hablando todo el tiempo: tan aburrido estaba.
Ante semejante inactividad, algo en mi interior se comenzó a revolver, como una bestia que había estado dormida durante mucho tiempo. Se despertó, sí, y empezó a rondar por cada rincón de mi mente, marcando su territorio. Estaba hambrienta y no iba a descansar hasta obtener lo que pedía. El sentimiento de aventura exigía a gritos una emoción violenta.
Así fue que inicié mis expediciones nocturnas.
Todas las noches, luego de cerciorarse de que los pacientes durmieran, las enfermeras de turno se amotinaban en la pequeña oficina que vigilaba el pasillo para entregarse al éxtasis del juego. Truco, chinchón, escoba y póker. El personal de enfermería estaba infectado por el virus timbero. Debían hacer fuerza para no gritar y despertar a los durmientes cuando perdían la mano. Además, se ocupaban de colocar almohadas y frazadas en la puerta para amortiguar los sonidos. La triste realidad era que, más allá de todas estas precauciones, se oía en el pasillo un extraño murmullo ahogado en el que se podía identificar amplia gama de insultos y maldiciones.
Sin embargo, esto no impedía que en el pabellón de intoxicaciones reinara la paz. Todos los pacientes pasaban las noches en completo silencio, descansando y luchando contra sus afecciones con el remedio onírico. Todos menos yo, que escuchando las murmuraciones provenientes de la cuartilla de enfermeras timberas, más parecidas a una pandilla de mafiosos que otra cosa, no podía evitar asomar la cabeza hacia el pasillo y espiar un poco. Así comencé, y a medida que me sentía más osado, me fui alejando cada vez más de los límites de mi habitación.
Primero logré acercarme a la ventana por la cual las enfermeras vigilaban el orden del ala. Me asomé despacio para espiar en el cuartito. De ese modo descubrí que no sólo jugaban, sino que también fumaban, pues no se lograba ver más que siluetas en la neblina. ¡Y no todos los días era tabaco!
Más adelante me animé a abandonar el ala de intoxicaciones para adentrarme en las entrañas del hospital. Era un edificio antiguo y enorme, compuesto por dos cuerpos gigantes, en los cuales se repartían las distintas áreas. Mi pabellón se encontraba en el cuerpo 1, y el resto se interconectaba por un sistema laberíntico de pasillos y escaleras que trepaban ocho pisos.
Particularmente tenebrosos por las noches, los pasillos eran amplios y silenciosos, lo que me obligaba a moverme sigilosamente para evitar que el eco de mis pasos me delatara. Durante cuatro noches me moví por el edificio como una sombra, visitando el ala de quemados y el área de emergencias, espiando las pocas actividades que ocurrían en el ápice nocturno. Consecuentemente, durante el día, el médico me encontraba con un sueño abrasador que intentaba compensar las horas que pasaba en vela investigando recovecos.
A la quinta noche descubrí, en el sexto piso, un pasillo enorme completamente a oscuras. En la mitad del mismo había un tabique con una puerta. Cruzando esa puerta se llegaba al otro cuerpo del hospital. Parecía ser que este pasillo funcionaba como puente entre las dos gigantescas partes del edificio.
Dudé si debía abrir o no esa puerta. Temía que el cuerpo 2 fuera asquerosamente más grande y me pudiese perder. También estaba la posibilidad de que del otro lado de la puerta hubiera alguien vigilando. La bestia en mi interior tomó la decisión por mí.