7.3.07

Abro el baño y me encuentro mirándome seductoramente desde un trozo de vidrio. En mi mirar descifro mis propias intenciones. Sobre el mármol hay dos pastillas y una copa traslúcida de agua.
Blanco veo y blanco me rodea. Blancas son las paredes y blanca está mi piel. No da más pensar, da lo mismo, porque en blanco está mi mente.
Lo sé, duele el cuerpo de desolación, de fiebre; el corazón solitario se sirve de la meditación insensata e insana de placebo. Tiembla el suelo bajo mis pies de agua, porque yo no piso firme y mis plantas son de lágrimas saladas que por mis ojos no salen.
¿Qué quiero que haga yo, que me miro esperando algo, algún movimiento, alguna reacción? Me intimido y las náuseas trepan vertiginosamente el revoltijo de complicaciones que son mis agallas en este momento, congelando las gotas de sudor febril que resbalan por mi columna vertebral.
Quiebro mi cráneo internamente con un calor infernal, el cuerpo no resiste y cede negligentemente ante la tentación de envenenarse con promesas de muertes violentas, de despedidas incumplidas, de recuerdos ajenos sobre mí mismo, de sollozos de lástima angustiosa.
Me tomo de la mano y me introduzco las píldoras bajo la lengua, engullo el agua que las arrastra a mis adentros. Duermo, procurando mejorar.

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