12.6.08

Elefantes (VIII)

Nos miramos largo rato sin decir palabra. Luego, me senté a su lado.
- ¿Estuviste acá todo el día?
- Sí.
- ¿No te aburriste?
- Te sorprenderías de lo divertidos que pueden llegar a ser los cangrejos...
Lo miré y sonreí. El también sonrió, pero mirando al horizonte.
- No suele venir mucha gente al faro.
- Pescadores, más que nada. Hablan mucho, ¿sabés? Uno quiere estar solo y no puede.
- Uno puede estar solo rodeado de gente, acordate.
Me miró y sonrió. Yo también sorneí, pero mirando al horizonte.
- La cuestión es que me enteré por ellos que hoy hay eclipse.
- Sí, eso ya lo sabía, lo dijeron en la radio.
- Sí, pero no sabías que justo hoy empieza la época de apareamiento de la estrella de mar.
- ¿Qué? ¿Y eso?
- Que según los pescadores es un espectáculo que se aprecia mejor en total oscuridad.
- Claro, el sexo siempre es un espectáculo.
Sonreímos, nos miramos.
- Igual no entiendo lo de la estrella de mar...
- No, yo tampoco.
- Y...
- Sí, yo qué sé... Los tipos esos estaban entusiasmadísimos. Supongo que será interesante.
- Pero, ¿la estrella de mar no es un bicho un poco agresivo?
- Y, tiernas no son... A un tío mío lo agarró un grupo y casi le devoran la pierna.
- ¿A tu tío, al que por esto no lo eligen para ir a la Luna?
- Sí.
- Claro...
- ¡En serio! Me mostró las cicatrices.
- Ni que fueran pirañas.
- Peores.
Me reí. Él puso cara de culo.
- Bueno, che, es que tu tío... No sé, me parece que exagera bastante.
- Puede ser, pero lo creo. Lo que pasa es que...
- ¡Shh! ¡Callate!
- ¿Qué?
- Que te calles. Escuchá...
Sin duda alguna, algo estaba pasando. Se podía sentir, aparte del viento marino, un rumor similar al de las hojas otoñales. Luego, el rumor se convirtió en un golpeteo duro, como el del taco contra la baldoza, pero más agudo. El golpeteo se multiplicó por dos, por diez, por miles, de manera exponencial, y cada vez se acercaba más y más a nosotros. Del mar pudimos ver cómo un grupo de rocas salía a gran velocidad en dirección a la costa.
- No comprendo...
- No, esas no son estrellas.
De hecho, no lo eran: el ruido de un millar de patas de cangrejo, de filosas y afiladas púas contra la roca, se había convertido en avalancha. Los crustáceos pasaban indiferentemente a nuestro lado, huyendo del mar y encontrando refugio entre las piedras del acantilado que se encontraba detrás de nosotros.
- Wow...
- Te dije que eran divertidos.
- ¡Mirá!
- ¿Qué?
- La Luna...
Una penumbra comenzaba a carcomer el borde de una Luna perfectamente llena y refulgente.
- Parece que empezó el eclipse.
La visión era bastante particular: las dos Lunas, la verdadera y la líquida, siendo devoradas por la noche. De repente se me ocurrió ver todo eso como una sinfonía que comenzaba con aquel ejército de cangrejos como el redoble inicial de los tambores, y con la muerte lunar como un tímido pero imponente solo de violín.
- Qué genial...
- Sí, increíble. Muy pocas veces vi un eclipse.
- Tenés suerte. Por lo general son parciales, pero el de hoy es total.
Cada minuto que pasaba, el oscurecimiento se hacía mayor. Llegó el momento en el que más de la mitad d ela Luna se encontraba oculta y, lejos de la ciudad como estábamos, las cosas comenzaron a transformarse en siluetas. Fue en ese instante en el que Julián se sobresaltó.
- ¿Qué pasó? ¿Te mordió un cangrejo?
- No... Mirá el mar... Hay algo raro.
No era algo raro, sino fascinante: desde las profundidades surgía un brillo leve, amarillento, que no era reflejo de nada sino de su propio ser. Unas burbujas acompañaban el fulgor que, a medida que avanzaba el eclipse, se iba tornando más brillante.
- Son las estrellas de mar.
- ¿Sí?
- Sí. A la noche producen fluorescencias, pero no se ven desde la superficie. Parece que al no haber luz, se puede notar.
- ¿Y eso de dónde lo sabés?
- De chiquito me la pasaba viendo los libros de Biología de mi abuelo.
- Traga.
- Callate.
El resplandor marino fue incrementando. En compañía del violín lunar, parecía el rumor profundo de los contrabajos. Las burbujas que iban surgiendo en la superficie aumentaron en frecuencia y cantidad.
Finalmente, el violín cesó su solo, dejando detrás un halo rojo flotando en la oscuridad del firmamento. Fue entonces que comenzó la más bella canción, teñida de brillos fosforescentes. En la superficie el agua se llenó de movimientos espásmicos, y aquí y allá algunos peces saltaban fuera del mar, como intentando llegar al cielo.
- ¿Qué les pasa a los peces?
- Huyen.
- ¿De las estrellas?
- Sí.
Así era. La fauna marítima se estremeció por completo, intentando escapar de aquel espectáculo.
El fulgor espectral, que ya llegaba a iluminar las piedras de la costa, se tornó violáceo. Los peces saltaron con más furia de su preciada agua. Luego, verde, y un par de ellos llegaron a descansar en las rocas llenas de mejillones.
De este modo, con cada cambio de color, el agitamiento de los seres del mar se hacía más violento.
La Luna había sido digerida por la noche y la aurora se había trasladado al océano. Verde, celeste, amarillo, violeta, y el ciclo policromático comenzaba nuevamente.
- Gracias...
- ¿Gracias?
- Sí...
- ¿Por?
- Por lo que hiciste anoche.
- ¡¿Qué?!
- Sí... Fui un tarado, no entiendo. Les cagué las vacaciones a todos.
- No te des aires de importancia, Narciso.
Lo miré y sonreí. Él también sonrió. Se acercó y me abrazó. Pude sentir que temblaba; no de frío, ni de dolor, sino de felicidad.
El cambio de colores lelgó a tal velocidad que ya no se podían distinguir entre sí. El agua se volvió tornasol y más de cien peces yacían muertos en las piedras.
Sentí cómo Julián me presionaba contra su cuerpo de manera tierna y gentil. Sin duda estaba arrepentido, pero eso lo había podido ver en su cara mientras lo golpeaba la noche anterior.
Los peces llegaban a alturas inconcebibles, como queriendo transformarse en Piscis. El halo rojo en el cielo, las luces espectrales en el agua y los brazos de Julián alrededor mío. Mi corazón empezó a latir con fuerza.
Julián me soltó y me tomó por los hombros. Me miró directo a los ojos. Él estaba llorando quién sabe hacía cuánto. Tenía el iris verde profundo y las pupilas dilatadas por la oscuridad. Sonrió levemente y bajó la mirada.
- Yo...
Levantó los párpados de vuelta. El ojo morado e hinchado le daba un aspecto de somnolencia. Sentí cómo sus manos me apretaban. Acercó lentamente su cara a la mía. Podía oler su aliento, respirar su respiración, absorber el calor que de ella emanaba. Pude ver sus pestañas bajar. Mi voluntad se frenó. Mi cuerpo se frenó. Mi corazón dejó de latir por un segundo. Su boca chocó con mi boca. Y me besó.
Las luces cesaron su metamorfosis y se volvieron blancas. Los peces dejaron de saltar. El brillo fue tan poderoso que hacía parecer que el faro estuviera encendido, que la costa estuviera encendida. Los cangrejos, en sus guaridas, se asomaron a espiar. Un silencio absoluto cubrió la playa.
De repente, el agua se tiñó de sangre, de muerte. Las burbujas estallaban en la superficie, y con ellas se esparcía una estela carmesí. El alboroto del mar lo hacía rugir como en una tempestad.
Luego, oscuridad.
- No...
Me separé de Julián suavemente y lo miré a los ojos. Esquivó mi mirada. No necesité de la luz de la Luna para saber que estaba sonrojado. Tomé sus manos.
- Mirá, yo... No...
Suspiró. Suspiré. Suspiramos. Deposité sus brazos en sus rodillas y lo abracé. Su cuerpo estaba inerte, frío, sin vida.
- Julián, no seas boludo, ¿querés?
Lo volví a sentir respirar. Me abrazó.
Me levanté y comencé a caminar nuevamente hacia la ciudad. Llevaba mis zapatos en la mano y hacía equilibrio para no caerme.
Me di vuelta y vi la silueta de Julián sentado en la roca, abrazando sus piernas, mirando fijo al halo rojo en el cielo.
En ese instante, un dolor punzante atravesó mi pie izquierdo. Fuego, espinas, hierro al rojo vivo quemándome la planta, luego el tobillo, luego la pierna entera y al final por el mismísimo interior de mis venas. Sentía como si mi sangre hubiera sido cambiada por lava. Me mareé, sentí la cabeza pesada, insostenible. Caí, cerré los ojos y no los volví a abrir.

11.6.08

Elefantes (VII)

Tras la huída de Julián de la casa, nos sumimos en una especie de tranquilidad general. Y así habría de haber sido todo el tiempo, porque era el verdadero bienestar de unas vacaciones propiamente dichas.
Nos dedicamos a disfrutar del día, de la playa, del mar y del tiempo libre. Todos parecíamos haber olvidado los nefastos sucesos de la noche anterior, como si nos hubiéramos sumergido en las amnésicas aguas del Leteo. Pero en el fondo yacía latente ese malestar global, porque la Historia deja marcas inborrables en la memoria, y si bien nuestras caras mostraban amplias sonrisas al estar recostados en la arena, sabía que en el interior de nuestras almas se saboreaba la amargura de la hiel.
Cayó la noche. Poco a poco fuimos juntando las cosas y nos volvimos a la casa. Dentro de mis zapatos había kilos de arena. Dentro de la vivienda no había señales de vida. Ninguno hizo comentario alguno, pero todos nos percatamos de la ausencia de Julián.
Laura se fue a duchar y Carolina se sentó en el sillón a completar un librito de crucigramas que se había comprado esa tarde. Pablo se internó en la cocina a preparar la cena. Tanta indiferencia me empezó a molestar.
- Ya vengo. - declaré.
Agarré mi buzo con capucha y salí por la puerta principal. Afuera se podía sentir esa fresca ventisca del caer del Sol en la costa. Me abrigué. Comencé a caminar por aquella calle, mitad pavimentada mitad enarenada, y de a poco me vi dirigido nuevamente hacia la playa.
Cuando llegué a la avenida costera, pude ver el océano mimetizado con el cielo, como una gran masa amorfa de color negro. Lo único que los diferenciaba era el brillo de las estrellas en uno y el movimiento de las olas en otro.
Bajé a la playa. Me saqué los zapatos y empecé a caminar paralelamente al mar. La arena seguía tibia de esa tarde. No había nadie, estaba completamente solo, como esa madrugada. Sólo algunas gaviotas y algunos pelícanos que revoloteaban en las olas. De los elefantes no había señales. Sus gigantescas huellas habían sido borradas por el mar y por los pies de cientos de turistas.
Miré hacia arriba y pude ver toda la ciudad iluminada. Sin duda, toda esa gente estaba calentita en sus casas, preparando la comida; divirtiéndose, quizás aburriéndose, quizás peleándose, pero juntos. Me puse a pensar en cómo todos ellos abandonaban la playa al irse el Sol... Qué desconsiderados... Qué oportunistas... Con todo lo que ella les brinda, ellos la desprecian al oscurecer... El ser humano tiene ese patrón para todas las cosas, no pueden negarlo.
En la arena empezaron a aparecer pequeños trozos de caracoles y mejillones. Filosos, duros, fríos; se fueron multiplicando. No me importó estar descalzo: la inercia de la marcha me llevaba y pude ver que más adelante iban surgiendo rocas en las cuales pisar. Sin duda, me estaba acercando a la zona del faro. El inconfundible olor a marisco muerto flotaba sobre el suelo.
Mis pies dejaron de generar huella y comenzaron a sentir el frescor de la piedra mojada. Di un salto y otro y otro para llegar más y más lejos en aquel terreno que comenzaba a tornarse escarpado. En pocos minutos me encontré frente a frente con el gran peñasco en donde descansaba aquella torre. Las olas salpicaban la costa con un poco más de fuerza allá.
Me frené un rato para descansar. Me dediqué, mientras tanto, a buscar caracoles raros. Entre los escombros de nácar conseguí encontrar varios ejemplares espiralados y con la punta morada.
Luego de un rato me sentí observado: una extraña sensación en la nuca, como si dos ojos se clavaran en ella. Comencé a revisar la playa y a lo lejos vi una silueta agachada sobre una gran roca. Me acerqué unos metros y vi que era un muchacho joven que se encontraba en cuclillas frente al mar.
Caminé en su dirección y su rostro se volvió hacia mí. En segundos estuve mirando directamente a los ojos verdes de Julián.