11.6.08

Elefantes (VII)

Tras la huída de Julián de la casa, nos sumimos en una especie de tranquilidad general. Y así habría de haber sido todo el tiempo, porque era el verdadero bienestar de unas vacaciones propiamente dichas.
Nos dedicamos a disfrutar del día, de la playa, del mar y del tiempo libre. Todos parecíamos haber olvidado los nefastos sucesos de la noche anterior, como si nos hubiéramos sumergido en las amnésicas aguas del Leteo. Pero en el fondo yacía latente ese malestar global, porque la Historia deja marcas inborrables en la memoria, y si bien nuestras caras mostraban amplias sonrisas al estar recostados en la arena, sabía que en el interior de nuestras almas se saboreaba la amargura de la hiel.
Cayó la noche. Poco a poco fuimos juntando las cosas y nos volvimos a la casa. Dentro de mis zapatos había kilos de arena. Dentro de la vivienda no había señales de vida. Ninguno hizo comentario alguno, pero todos nos percatamos de la ausencia de Julián.
Laura se fue a duchar y Carolina se sentó en el sillón a completar un librito de crucigramas que se había comprado esa tarde. Pablo se internó en la cocina a preparar la cena. Tanta indiferencia me empezó a molestar.
- Ya vengo. - declaré.
Agarré mi buzo con capucha y salí por la puerta principal. Afuera se podía sentir esa fresca ventisca del caer del Sol en la costa. Me abrigué. Comencé a caminar por aquella calle, mitad pavimentada mitad enarenada, y de a poco me vi dirigido nuevamente hacia la playa.
Cuando llegué a la avenida costera, pude ver el océano mimetizado con el cielo, como una gran masa amorfa de color negro. Lo único que los diferenciaba era el brillo de las estrellas en uno y el movimiento de las olas en otro.
Bajé a la playa. Me saqué los zapatos y empecé a caminar paralelamente al mar. La arena seguía tibia de esa tarde. No había nadie, estaba completamente solo, como esa madrugada. Sólo algunas gaviotas y algunos pelícanos que revoloteaban en las olas. De los elefantes no había señales. Sus gigantescas huellas habían sido borradas por el mar y por los pies de cientos de turistas.
Miré hacia arriba y pude ver toda la ciudad iluminada. Sin duda, toda esa gente estaba calentita en sus casas, preparando la comida; divirtiéndose, quizás aburriéndose, quizás peleándose, pero juntos. Me puse a pensar en cómo todos ellos abandonaban la playa al irse el Sol... Qué desconsiderados... Qué oportunistas... Con todo lo que ella les brinda, ellos la desprecian al oscurecer... El ser humano tiene ese patrón para todas las cosas, no pueden negarlo.
En la arena empezaron a aparecer pequeños trozos de caracoles y mejillones. Filosos, duros, fríos; se fueron multiplicando. No me importó estar descalzo: la inercia de la marcha me llevaba y pude ver que más adelante iban surgiendo rocas en las cuales pisar. Sin duda, me estaba acercando a la zona del faro. El inconfundible olor a marisco muerto flotaba sobre el suelo.
Mis pies dejaron de generar huella y comenzaron a sentir el frescor de la piedra mojada. Di un salto y otro y otro para llegar más y más lejos en aquel terreno que comenzaba a tornarse escarpado. En pocos minutos me encontré frente a frente con el gran peñasco en donde descansaba aquella torre. Las olas salpicaban la costa con un poco más de fuerza allá.
Me frené un rato para descansar. Me dediqué, mientras tanto, a buscar caracoles raros. Entre los escombros de nácar conseguí encontrar varios ejemplares espiralados y con la punta morada.
Luego de un rato me sentí observado: una extraña sensación en la nuca, como si dos ojos se clavaran en ella. Comencé a revisar la playa y a lo lejos vi una silueta agachada sobre una gran roca. Me acerqué unos metros y vi que era un muchacho joven que se encontraba en cuclillas frente al mar.
Caminé en su dirección y su rostro se volvió hacia mí. En segundos estuve mirando directamente a los ojos verdes de Julián.

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