28.10.10

El mito del origen del amor

Oscuridad surge entre dos cuerpos ansiosos y faltos de esperanzas. Oscuridad navega a través de la sala espaciosa repleta de almas expectantes. Un roce, un mero toque de pieles temblorosas.

El roce se convierte en golpeteo delicado. Un dedo se asoma por la penumbra y trepa investigador sobre el monte de su mano. Acaricia, arremete y se aleja avergonzado por hallarse aventuroso en una misión de extremo peligro. El deseo palpita subconscientemente en la penumbra de la oscuridad anegada de luces. El roce continúa con misterio ambivalente.

Otro dedo responde al golpeteo devenido de la incursión desesperada. La esperanza se transforma en la tranquilidad de un cuerpo. El dedo recorre minuciosamente el costado de su mano y, tímidamente, invita a la reunión que el deseo oculta en la oscuridad que navega entre sus esperanzas.

El hiato se hace presente. El roce se detiene y se convierte en mero contacto de los cuerpos inmersos en oscuridad y titilancias. La esperanza, el deseo y la tranquilidad se paralizan en los segundos de silencio que impone la ansiedad. Y vuelve el dedo a trepar, decidido, sobre el lomo de esa bestia hermosa y deseada, la mano de un cuerpo que tiembla expectante en su asiento.

Estalla una seguridad antes ausente, un surgimiento de firmeza y decisión, la mismísima expresión del deseo que se vuelve ansiosamente una pulsión de voluntad. El cuerpo se manifiesta en la caricia más tierna de la Tierra. El cuerpo recibe la sensación de ser deseado. Al dedo lo acompañan sus hermanos y dominan por completo la ferocidad de su mano anhelante de cariño, cubiertos bajo el manto de oscuridad que mantiene el juego oculto del resto del mundo.

La mano reacciona bajo el peso de la presencia de una caricia. Tiembla en felicidad, rodeada de luces que arden tenuemente. El deseo se difumina en la tranquilidad que da una esperanza concretada. Los cuerpos se agitan en la oscuridad, disparados por sus anhelos. La mano se tuerce y se entrega al abrazo que le ofrecen cinco dedos y una palma sobre ella. Los dedos se entrelazan en un nudo asfixiante. La fuerza y la tensión varían con los segundos.

Dos manos se funden en una sola. Quedan los cuerpos, deseosos, unidos como siameses, rodeados de oscuridad que asegura el silencio del secreto. Transpira una mano, tiembla la otra, y su mezcla traduce la felicidad que corre por brazos y piernas de almas condenadas a amarse.

Un cuerpo se inclina sobre el otro. Las manos se sueltan, ligeras y apresuradas, nerviosas de un nuevo deseo que se cierne oculto en el subconsciente de la oscuridad titilante. Se abren los labios y sueltan palabras jocosas, de simpatía tranquilizadora y a la vez insatisfactoria. El hiato resurge, misterioso, entre las luces que iluminan sus caras. Una sonríe pícara, la otra sólo por conformar las circunstancias. Las manos libres, solas, abandonadas en el reposo mortuorio del silencio.

Un cuerpo vuelve a inclinarse sobre el otro. Los ojos fijos en la mirada, la respiración atenta a no perturbar la esperanzadora falta de palabras. Los labios se abren y ya no dicen nada. Los cuerpos se hacen uno en un beso sobrecogedor. La oscuridad, las luces, las esperanzas, los anhelos, las ansias, el silencio, el deseo y el subconsciente; todos estallan para desaparecer. Nada queda más que un beso, ese beso que surgió de la noche de esa habitación y que iluminó cada centímetro de desilusión en los cuerpos. El tiempo se fragmenta en trozos cada vez más pequeños para alargar ese beso, que mezcla la ternura y el deseo, esperanza y desconcierto, ansiedad y tranquilidad.

Sinuosamente los dedos recorren sobre la luz vertida en el rostro que surge en la oscuridad que cubre los cuerpos y los oculta. En un roce, similar al de un principio inmemorable, dibuja sobre los labios una sonrisa.

Oscuridad desaparece entre las luces que dan fin a una historia. Los cuerpos permanecen y, sobre sus caras, las sonrisas se perpetúan.

1 comment:

Agustín said...

¿El mito fundador?

Es muy lindo.