30.10.06

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Llueve y la gente se sube al colectivo apresuradamente. Ninguno nota la presencia misteriosa del hombre de la tanza, que aguarda en su escondrijo, en los asientos traseros, el acercamiento de su próxima víctima.
Una pareja se besa apasionadamente al frente, y una señora ataca ferozmente el timbre. El hombre de la tanza espera su momento.
Un empresario conversa por teléfono, una empleada ansía el momento de llegar a la terminal. El hombre de la tanza se restriega las manos, imaginando la llegada de su incauto viajero.
Son las dos y quedan meros vestigios de humanidad entre los asientos, cuando frenan y arriba el esperado invitado a la cena. El hombre de la tanza festeja en su interior y se relame los labios.
Camina la movediza pasarela y llega hasta uno de los asientos laterales, cercano a la puerta trasera. El hombre de la tanza abandona furtivamente su vivienda.
Escuchando música, no espera la invitación a cenar, y continúa observando el exterior empañado con gotas, simples fragmentos de cielo. El hombre de la tanza respira tras la nuca del inocente pasajero.
Tararea canciones extranjeras e intenta leer los carteles de las calles, aquellas marquesinas que se desplazan por las ventanillas. El hombre de la tanza extiende sus brazos como anhelando el cuello de su víctima.
Mira la hora y se rasca la oreja, pensando en la soledad del transporte público, en el silencio de movimiento, salvo por las manijas tintineantes que cuelgan del techo. El hombre de la tanza arranca un pedazo del hilo mortal de su carrete y sonríe con tosca mueca.
Se ríe por dentro, contento de que está a cuadras de destino; destino que lo espera con los brazos abiertos, como el siguiente. El hombre de la tanza, con un rápido movimiento, enlaza al muchacho por la garganta, y tira, tira, tira, tira.


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