12.8.08

Erizos (II)

En completa oscuridad, los ojos se esfuerzan para lograr ver algo. Extiendo los brazos, las piernas, para ubicarme en el espacio. Allá afuera no hay nada. Negrura pura. La falta completa de luz, de vida. Estoy solo, abandonado entre las tinieblas. Podría, tranquilamente, estar en un infinito inmenso o estar atrapado dentro de una celda minúscula. Lo ignoro.
Y a lo lejos, mis pupilas se contraen y logran ver un ínfimo rastro de luminosidad. En la lejanía, en los confines de esta noche eterna, donde la Luna nueva absorbe cualquier rastro de esperanza, allá en las lejanías del horizonte percibo un punto blanco.
Comienzo a correr desesperado hacia él. Me agito enormemente. La pequeña luz se acerca cada vez más. Me detengo. Pienso. Ya antes había sentido esta sensación, esta vana ilusión de haber encontrado una salida. Ya antes había sentido las puertas del Edén tan cerca de mis manos. Y sin embargo, siempre todo se desvaneció al simple roce de mi tacto. ¿Por qué confiar? ¿Por qué creer que esta vez habría de ser diferente? ¿Realmente estoy frente a frente con la salvación última, con la presencia ulterior de esperanza?
Mis pies comienzan a moverse por su propia cuenta. Ante mis ojos, la pequeña luminiscencia se va haciendo más intensa. Toda mi sangre empieza a revolverse en mis arterias, recorriendo con gran velocidad el cuerpo. Mi corazón late con fuerza, con tanta fuerza que desearía sacármelo del pecho y que funcione por su propia autonomía. Me sudan las manos. Un estremecimiento completo del alma que se agita en mi interior. Siento, después de tanto tiempo, una felicidad completa, una felicidad tan intensa que abrasa con sus llamas cualquier palabra que pudiera describirla.
Me encuentro frente al punto blanco. La oscuridad sigue siendo completa. No veo mi cuerpo, mis manos. Ante mis ojos, en la intangibilidad del eclipse, hay un interruptor. Blanco, concreto, el pequeño rectángulo de plástico se mantiene inquebrantable ante mí, mofándose de ser la única cosa existente en aquel caos. Tal es su veracidad, que me hace dudar de mi propio ser.
Extiendo los dedos y siento su superficie fría, inerte. Con seguridad y ansias, acciono su mecanismo. Cualquier cosa podría suceder, cualquiera. Una gota de sudor recorre velozmente mi rostro. Por un segundo, mientras resuena en aquella negrura el ruido del plástico, esa gota es la única sensación que me hace sentir vivo.
Hay un escenario, de piso tan negro como la oscuridad que lo rodea, y en él hay tres personas, de pie, con un rayo de luz de reflector bañándolos desde las alturas. Una de ellas es Laura, con el rostro cubierto de lágrimas, el semblante deprimido y el orgullo ultrajado. Al otro extremo está Julián, con la cara golpeada y el ojo hinchado. Su remera tiene manchas de sangre, de su sangre. Sufre por dentro; su mirada lo dice. Entre ellos dos me encuentro yo, confundido, perdido. Los miro a ambos. Siento que debo hacer algo, que debo salvarlos, pero, ¿a quién? ¿Quién de ellos necesita salvación? ¿Debo salvar a Laura, mi mejor amiga, que fue atacada por Julián, cuyo ideal de amistad fue tirado a la basura? ¿Debo salvar a Julián, cuyo accionar no fue más que una confusión del alma? ¿Debo salvarlos a los dos? ¿Debo dejarlos hundirse en las tinieblas? ¿Qué debo hacer? ¿Debo salvarme a mí? ¿Realmente necesito ser salvado? ¿Será que no soy tan distinto de ellos? ¿Será que yo también soy meramente humano?
De repente soy Julián, y por ratos soy Laura. Soy yo mismo y soy ellos dos. Soy ellos y yo. Soy él y yo. Soy ella y yo. Y luego, en un instante, ya no soy yo. No soy él. No soy ella. No soy él y yo. No soy yo y ella. Nos soy ellos dos. No soy nosotros tres. No soy nadie. No soy siquiera el escenario, la luz ni el interruptor. No soy la oscuridad. No soy nada, sin el verbo, no soy nada. Y me hundo en la noche. El piso negro se funde y me traga íntegro.
Veo mis manos, mis pies, mi cuerpo. Me veo. Veo mi rostro, mi expresión inmóvil. Me veo. Me veo duplicado. Me veo por tres, por cuatro, por cinco. Me veo por sexta y séptima vez. Me rodeo a mí mismo, cada uno por cada flanco. Me miro; me miran. Todos imitan mis movimientos. Todos obedecemos a la misma voluntad.
Me siento solo y encerrado en una multitud. Mi reflejo se multiplica millones de veces, infinitas veces. Aquel cubo de espejos se va cerrando poco a poco, acercando mi cuerpo cada vez más a mi cuerpo. Todos observan con el rostro serio, todos estiran sus manos. Al segundo, me veo tironeado por todos ellos, por mí mismo. Me dejo llevar y al mismo tiempo lucho. Para salvarme, deberé asesinarme mil veces. Me toman por los tobillos, por los brazos, por las ropas. El forcejeo es eterno. Finalmente, me llevo de aquél lugar.
Frente a los ojos, un campo verde bañado de bruma. La neblina se mueve misteriosa, flotando a ras del suelo. El cielo gris, el aire húmedo. Se huele una tormenta en las proximidades. A mi alrededor hay multitud de estatuas, cuyas siluetas se difuminan en la espesura de la niebla.
Camino entre ellas, tocando de tanto en tanto el frío mármol. Son representaciones de dioses antiguos, caídos ya en el olvido, en la polvorienta memoria de la humanidad. Sus extremidades están resquebrajadas, algunas perdidas, por el paso del tiempo. Sus rostros divinos, perfectos, se encuentran erosionados e irreconocibles. Son dioses sin nombre, sin poder, sin potestad alguna. Quedan bajo sus pies las cenizas de los ritos que tiempo ha habían cesado.
Ángeles, demonios, espíritus; son tantas las esculturas como estrellas tras aquella cubierta nubosa. Son deidades que de tanto en tanto nos visitan en sueños, como recordándonos el pacto de sangre que las mantiene vivas y en letargo en este extenso campo del olvido.
Un eclipse cubre la luz, el cielo se torna negro y detrás de una colina se ve el fulgor de una fogata. El contorno de la colina se enrojece, la neblina se vuelve anaranjada. Una sombra se dibuja sobre ella y surge una silueta que avanza hacia mí. Camina lenta y rápidamente, y sus ojos son dos luces rojas.
Aquella sombra llega ante mí. Es enorme, imponente. Su mirada me atraviesa por completo. Escucho su voz, de mujer y hombre a la vez. "La divinidad no existe. La divinidad es y no es."
El tamaño de la silueta crece, cubriendo todo lo visible. Me envuelven las tinieblas. Los ojos rojos se multiplican en la negrura. Dos se acercan a mi rostro. Sólo puedo verlos a ellos. Una garra negra me toma por el cuello. Otra, me clava una uña en la frente.

1 comment:

Micha Onni said...

Fede, Fede. Realmente me pareció muy expresivo. Me dejó una fuerte sensación de intensidad. Hay ciertas frases que se destacan, ya sabés cuál es la que más me gustó ;)