18.9.08

Erizos (III)

Desperté sobresaltado en una habitación blanca y estéril. El Sol se filtraba a través de una ventana, traspasando unas cortinas de textura sedosa. Se olía en el aire un aroma particular, como el de la lavandina, o el del alcohol, o quizás el de ambos. La luz de la tarde lo rodeaba todo, bañando y calentando las sábanas albas y acartonadas de mi cama. Sin embargo, yo tenía frío.
Sentía las piernas duras y doloridas, y casi no tenía sensibilidad en los dedos de los pies. Me moví con dificultad. Sentí un suave tirón en mi brazo y descubrí un catéter que me estaba administrando suero. La bolsita estaba exhalando, agotada, lo último de su contenido.
Frente a la cama, colgado de la pared, había un retrato de la Virgencita que dominaba la habitación. Era, aparte de un insulso jarrón con margaritas, el único decorado visible. Vale aclarar que dicho cuadrito era de un gusto terrible, digno de cualquier cementerio. La mirada perdida de la Virgencita, con un gesto de aparente agonía, sosteniendo el rechoncho cuerpo del Santo Crío, no hacía más que perturbarme.
Preferí girar la cabeza. Si poco entendía ya, menos llegué a entender cuando vi en una esquina a mi madre sentada, con la cabeza gacha, roncando como nunca en su vida. En la mano, casi a punto de soltarse, tenía una revista bastante vieja, típica de consultorio médico.
- ¡Ah! ¡Bien!
Escuché la exclamación jovial de una voz grave que venía desde la puerta. Ahí, parado, había aparecido un doctor de blanco guardapolvo, con un estetoscopio colgado del cuello. El cliché no se terminaba ahí, sino que también traía en la mano una planilla con resultados. Se podía observar la voluptuosa barriga que ostentaba, obedeciendo a la máxima hipocrática "Has lo que yo digo, pero no lo que yo hago".
Con la irrupción del médico en el cuarto, mi madre se despertó y pegó un grito de alegría. Giré mi mirada hacia ella y vi, con espanto, que se avalanzaba hacia mi cama. En menos de un segundo, sentí sus uñas esculpidas clavándose en mi nuca.
- ¡Ay, mi nene! ¡Mi vida, por Dios! ¡No puedo creerlo! ¡Ay, mi nene, mi nenito!
Me tomó la cara con ambas manos y me miró a los ojos. Sollozó y me empezó a mojar con sus lágrimas. Lloraba agitadísima, como si se fuera a morir. Mi estupor se convirtió en fastidio, pero todavía no tenía fuerzas suficientes como para alejarla.
- Bueno, señora, comprendo su alegría, pero el muchacho tiene que descansar. Le solicito que se retire así lo puedo examinar. Más tarde puede volver. No, mejor vuelva mañana, ¿sí?
La voz del doctor me salvó de tener que soportar la exagerada bienvenida de mi madre. Ella, por lo pronto, me besó toda la cara y buscó su cartera, que estaba junto a la silla de la esquina. Tomó mi mano y se despidió:
- Chau, chau, mi vida. Mañana vuelvo. El doctor acá te va a curar y vas a estar mejor y vas a venir a casa y te voy a cocinar rico. Ya vas a ver. No te voy a dejar solo, no, no. ¡Mañana vengo! ¡No te preocupes! Beso, mua, mua, te quiero.
La parafernalia fue pronunciada a medida que se iba yendo por la puerta. Me sorprendí de que no hubiera continuado su despedida desde el pasillo. Yo me limité a sonreir levemente y asentir con la cabeza.
- Gracias...
Mi voz sonó monstruosamente áspera. Sentí cómo las cuerdas vocales, secas como hebras de mimbre, vibraron dolorosamente en mi garganta. Tenía la boca seca, la lengua entumecida y la saliva apelmazada.
El médico me alcanzó un vaso de agua. Lo bebí como si mi vida dependiera de ello. La sensación de encierro que había en mi boca se fue limpiando poco a poco. Sin embargo, nunca antes había deseado tener un cepillo de dientes como en ese momento.
- ¿Qué me pasó?
Señaló, con su robusta mano, un frasco que estaba apoyado en mi mesita de luz. Tenía una tapa metálica con agujeros, y en su interior había una esfera gris que se dilataba y contraía mientras flotaba en agua.
- Tuviste la mala suerte de pisarlo descalzo. Como resultado, estuviste inconciente durante dos semanas.
- Pero, ¿qué es eso?
El doctor se acercó al frasco y abrió la tapa. En el instante en el que tocó el vidrio, la esfera se contrajo velozmente y se cubrió de un millar de filosas espinas violetas. Cada una de ellas, con tonos tornasolados, tendría medio centímetro de grosor. Tragué saliva: ¿me había clavado eso en el pie?
El especialista tomó un polvillo amarillento de su bolsillo, parecido al aserrín, y lo arrojó al interior del frasco. La criatura pareció regocijarse y escondió algunas de sus letales púas.
- Esto... es un erizo. Esta clase, en particular, muy venenosa. Produce unas toxinas tan potentes que podría producirle un paro cardíaco a una ballena.
- Pero, ¡¿qué hace acá?!
- Realmente, es una suerte que tengas a este pequeño acá. Si el erizo no se hubiera quedado adherido a tu pie, muy difícilmente lo habríamos encontrado en la playa.
- Discúlpeme, pero no lo entiendo.
- Paso a explicarte... Los erizos tienen la particularidad de producir, cada uno de ellos, una toxina completamente diferente. Si este erizo se hubiera perdido en la costa, no habríamos podido conseguir el antídoto necesario...
- Entonces...
- Habrías muerto. Así que agradezcamos que lo tenemos acá.
El médico volvió a meter su mano en el bolsillo de su bata y nuevamente arrojó un puñado del polvo sobre el erizo. La esfera de púas se agitó felizmente en el agua, comprimiéndose tanto como una canica y luego, con violencia, expandiéndose al tamaño de un puño.
- Todavía hay un poco de veneno en tu torrente sanguíneo, así que estamos estimulando al animal con una mezcla de feromonas para que produzca más contraveneno.
Hubo un silencio rotundo. Me quedé mirando el frasco un tanto absorto.
- Deberías descansar. Espero no haberte abrumado con tanta charla. Es posible que todavía tengas cierto malestar. Te voy a dejar este folletito para que estés al tanto de lo que podés llegar a sentir. Cualquier inconveniente que tengas, podés llamar a la enfermera apretando este botón de acá. Ah, y es preferible que no comas nada: mañana temprano van a venir a sacarte sangre para análisis, así que sólo te permito agua. ¡Buenas noches!
El doctor salió velozmente de la habitación. Por la ventana ya no entraba luz y en el cielo ya se podía ver la Luna. Encendí el deprimente tubo fluorescente que había en la cabecera de mi cama. En el frasco de vidrio, el erizo se sacudió, mostrando sus amenazantes púas violetas.

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