28.6.10

Triste soliloquio de las palabras y el olvido

Acá, frente a palabras, a miles de palabras, que me piden encontrarles un sentido específico, hacer de ellas una entelequia que las lleve a donde deben estar, a donde las palabras se supone encuentran su finalidad, su propio destino, aquél marcado a fuego antaño hace, cuando las ancianas hilaban su hilo y decidieron las noches y los días, los ayeres y los mañanas, cuando los tiempos aún eran tiernos brotes en una tierra infecunda, bajo un cielo que arrojaba fuego miserable, destructivo, divino.
Acá, frente a ellas, se supone las guie a su sitio en el mundo, en un mundo que ha perdido el rumbo varias veces y lo ha encontrado perdiéndose tantas otras. Parece ser mi propio destino el que me empuja a esto, a subordinarlas a mi deseo para así llevarlas a conformar un orden, una belleza bella en sí misma, una belleza autorreferencial, una belleza pura y absoluta, tanto como pueda serlo un texto, un conjunto de palabras, de palabras que piden desesperadamente encontrar la dirección de su propia fatalidad.
Somos las palabras y yo, acá, sólo nosotros. Enfrentados en la lucha, nos abrazamos conformando una simetría que hace imposible la Victoria, quien huye alejándose a los confines del Universo, allá donde toda esta cuestión se inició, desde donde viajamos eternamente hasta llegar hasta acá, el presente en el que, se supone, las palabras sean perfectamente dispuestas para significar el último sentido.
No hay recurso que valga a la vanidad de las palabras. Bien podría hablar en neutro, tratarlas de "usted" y establecer metáforas elocuentes, binomios increíbles; las palabras, impasibles, me miran con desprecio esperando las cobije con suprema maestría y suave delicadeza. Piden protocolo y ceremonial, ser violadas y violentadas bajo la insigne tutela de la Poesía. Deseo eso, deseo satisfacerlas como nadie jamás pudo, llevarlas a su lecho en un orgasmo inaudito, en frases que se desdibujen en el aire al despegarse de mis labios, como besos tiernos y cautelosos pero a la vez salvajes y desesperados. Así las quiero; así ellas me quieren y me buscan, pidiendo que las lleve al lugar al cual no llevé a nadie nunca y al cual prometí llevar a todos siempre.
Me frustro ante las palabras que me miran con desprecio, que se sienten insatisfechas y rehuyen mi mirada, mis caricias, mis intenciones escabrosas. Me frustro en el cortejo eterno al que estamos condenados, palabras y yo, en el sitio en el que juramos desfallecer luchando antes de morir vencidos; acá, donde sólo estamos nosotros, en donde las palabras mueren una y otra vez al mero roce de mi presencia. Muerte sale de mi boca al pronunciarlas y las palabras yacen desparramadas por el suelo, como hojas otoñales que pretenden pasar desapercibidas al caminar de los transeúntes que poco y nada quieren saber de nosotros.
Esperan demasiado de mí, las palabras, las hermosas palabras, las preciosas palabras. No se dan cuenta que soy un mero placebo para ellas, que mi mortalidad me aleja fatalmente de su designio imperecedero, de aquél que el Destino decidió fuera eternamente imposible, del que todos y más que todos ansían alcanzar con sus glosas desesperadas, acariciar, apenas, con unos versos de palabras susurradas en un orden armónico, un orden perfecto, el orden que las palabras piden de mí.
Acá sólo hay palabras, miles de ellas, que suspiran con anhelo condenado al desasosiego. Mi voz se pierde entre las tinieblas que nos rodean, tinieblas profundas que las hunden en su más siniestro olvido, y las veo dedicadas a persistir en la memoria de algunos inoportunos, como yo, que caimos desgraciadamente en la trampa tejida por los misticismos de algún poeta maquiavélico. No hay pasión ferviente que las pueda salvar, no hay proeza magnífica que las recupere del abismo, no hay genialidad histórica que las pueda ubicar en el sitio en el que reclaman estar. Las palabras están sentenciadas desde su más íntimo comienzo, desde los primeros movimientos que las pronuncian hasta los últimos alientos que las expelen a la vida. Así, vagan huérfanas de madre y padre, rogando a las almas un ápice de misericordia con la más altanera de las soberbias.
Acá sólo hay palabras. Las palabras frente a mí. Y frente a mí, la nada misma.

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