12.4.07

Estupefacientes

a un pomelo.


Todos los jueves, sin excepción, Abigail aparecía en la esquina del cine, envuelta en esa gabardina, con sus anteojos negros y con el pañuelo en la cabeza. De incógnito pasaba y se cercioraba de que nadie la siguiera, de que la noche fuera tranquila, y, buscando en su cartera, sacaba su reloj y revisaba la hora.
Todos los jueves, sin excepción, Abigail entraba al cine, envuelta en esa gabardina, con sus anteojos negros y con el pañuelo en la cabeza. De incógnito rondaba entre las taquillas, delante del quiosco de golosinas y se cercioraba de que nadie la siguiera, de que estuviera segura, y, buscando en su cartera, sacaba su reloj y revisaba la hora.

Todos los jueves, sin excepción, Abigail compraba una entrada a la función de las 20.15, envuelta en esa gabardina, con sus anteojos negros y con el pañuelo en la cabeza. De incógnito ingresaba a la sala, observando para todos lados y entregando desconfiadamente su boleto al guarda; y se cercioraba de que nadie la siguiera, de que estuviera sola, y, buscando en su cartera, sacaba su reloj y revisaba la hora.

Todos los jueves, sin excepción, Abigail se sentaba en la butaca 16 de la fila J y miraba la película, envuelta en esa gabardina, con sus anteojos negros y con el pañuelo en la cabeza. De incógnito leía los subtítulos de la última comedia romántica de Jennifer López, y se cercioraba de que nadie la observara, de que la soledad de su entorno fuera completa, y, buscando en su cartera, sacaba su reloj y revisaba la hora.

Todos los jueves, sin excepción, y a la mitad de la película, Abigail se levantaba de su asiento y se dirigía al baño del cine, envuelta en esa gabardina, con sus anteojos negros y con el pañuelo en la cabeza. De incógnito corría apurada al baño, empujando la puerta casi violentamente, y se cercioraba de que nadie la siguiera, de que sus espaldas estuvieran a salvo, y, buscando en su cartera, sacaba su reloj y revisaba la hora.

Todos los jueves, sin excepción, y a las 20.45, Abigail se disponía a maquillarse frente al espejo del baño, embadurnando sus labios con el carmesí del rouge y delineando sus pestañas con el poderoso rimel, enrojeciendo sus mejillas con polvos rosados, casi naranjas salmón, envuelta en esa gabardina, con sus anteojos negros en el bolsillo y con el pañuelo en la cabeza. De incógnito esperaba a que se vacíe el sanitario, y se cercioraba de que no hubiera nadie escondido en algún compartimiento, de que la suerte estuviera con ella, y, buscando en su cartera, sacaba su reloj y revisaba la hora.

Todos los jueves, sin excepción, Abigail ingresaba al tercer cubículo contando desde la pared, envuelta en esa gabardina, maquillada hasta la médula, con sus anteojos negros y con el pañuelo en la cabeza. De incógnito cerraba la puerta y la trababa, dejando ver el famoso OCUPADO desde el exterior, y se cercioraba de que nadie hubiera entrado al baño, de que el silencio estuviera imperturbado, y, buscando en la mochila del inodoro, sacaba cinco paquetes de puntas redondeadas, de color mate, embalados con cinta marrón, los metía en su cartera y en su lugar depositaba un fajo de billetes en una bolsita impermeable.

Todos los jueves, sin excepción, y antes de que terminase la última comedia romántica de Jennifer López, Abigail abandonaba el cine, envuelta en esa gabardina, maquillada hasta la médula, con sus anteojos negros y con el pañuelo en la cabeza. De incógnito pisaba la vereda de la avenida Corrientes y caminaba velozmente hacia la esquina; y se cercioraba de que nadie la siguiera, de que hubiera triunfado, y, buscando en su cartera, sacaba su reloj y revisaba la hora.
De lunes a sábado, exceptuando los jueves, y sin excepción, Abigail subía la persiana de su lavadero, vestida normalmente, con poco maquillaje, con los lentes de contacto verdes y el pelo recogido. Tranquilamente abría un paquete de puntas redondeadas, de color mate, embalado con cinta marrón, y repartía su contenido, un polvillo completamente blanco, en distintos recipientes de varios colores, y se cercioraba de que ni un poco cayera al suelo, de que no se malgastara, y, buscando en su bolsillo, sacaba la llave de la caja y la abría, sabiendo que dentro de muy poco tiempo se llenaría de billetes porque su local tenía el mejor jabón en polvo de toda la ciudad.

1 comment:

3,14159 said...

Creo que este texto me lo mostraste hace mucho tiempo.

Ya pegaste tu entrada a la prostitución por la ciudad?
Espero que te haya ido bien..